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La definición de ciencia-ficción ha tenido desde siempre variadas interpretaciones proporcionadas desde sus más ilustres representantes. Señalar los elementos que caracterizan a cada género ha sido objeto de una controversia, a la que ya se han enfrentado los mejores. Sin embargo, no deja de ser un ejercicio intelectual interesante. Nos puede ayudar que, dentro de la producción cultural, en concreto todo aquello que implique contar una historia, existe cierto consenso sobre algunos elementos narrativos que pueden ser útiles a la hora de conocer el género. O al menos, para crear un catálogo de ellos que refleje la imaginación de los creadores para ambientar sus historias.

Arquetipo 

Sería un modelo universal de personaje o situación que se repite a lo largo de diversas culturas y épocas. Patrones básicos de comportamiento, reconocidos de manera intuitiva y que ayudan a comprender las historias. En la literatura clásica, encontramos arquetipos como el héroe, el villano o el mentor. En la ciencia-ficción es más difícil encontrar estos elementos ya que por definición, se trata de constructos culturales de épocas pasadas que con el tiempo han adquirido su significado Sin embargo, el género ha sabido desarrollar sus propios arquetipos de ciencia-ficción como el «alienígena», el «ciborg», el «viajero del tiempo», o la inteligencia artificial que se rebela contra el ser humano, arquetipo que podría derivar de otros clásicos representados en el «golem» o el mismísimo «monstruo» de Frankenstein. HAL9000 sería una representación evolucionada y más sofisticada de ese mismo arquetipo relacionado con la vida y la consciencia artificial.

Tropo

Un elemento narrativo recurrente que se convierte en la estructura de una historia. Se trata muchas veces de patrones o clichés, «atajos» que permiten al lector reconocer el tipo de obra en cuestión. Elementos reconocibles en todo el ámbito cultural por estar formados por convenciones efectivas y versátiles a la hora de transmitir una emoción o idea con su sola presencia. Por ejemplo, tropos de la cultura en general serían, «el elegido», «el viaje del héroe», «la lucha entre el bien y el mal» o «el triángulo amoroso» (en los cuales se incluye la presencia de sus correspondientes arquetipos). Sin embargo, la ciencia-ficción puede tener sus propios tropos que revestirían intrínsecamente de una mayor originalidad en comparación, como: «el viaje interestelar», «el viaje a través del tiempo», la «invasión alienígena» o la inteligencia artificial consciente y/o rebelde. 

Jeroglífico

Los tropos en la ciencia-ficción acaban actuando también como lo que Neal Stephenson denominó jeroglífico, símbolos que trascienden la ficción y actúan como parte de un lenguaje común, convirtiéndose en referentes que amplían nuestra forma de pensar y hablar sobre el mundo. Un ejemplo podrían ser las Leyes de la robótica de Isaac Asimov, que son una representación concreta del tropo de la «necesidad de control sobre la máquinas» o el «temor a las máquinas», lo que el propio autor llamó Complejo de Frankenstein. Estas ideas han inspirado desde hace décadas a la sociedad y continúan, ahora más que nunca, poniendo de relieve la necesidad de poner límites a los sistemas de inteligencia artificial. La misma palabra «robot» fue acuñada por el autor checo Karel Čapek y nuestro patilludo escritor favorito Isaac Asimov creo a partir de ella el término «robótica», integrándose en nuestro lenguaje cotidiano y en el ámbito tecnológico, demostrando el poder educativo y transformador de la ciencia-ficción.

Arquetipo + tropo

Como manera de ilustrar la complejidad a la hora de establecer fronteras entre categorías y los límites intrínsecos de etiquetar conceptos, en ocasiones no queda claro donde colocar a alguno de ellos. Uno de estos casos podría ser el mito de «el elegido». En este caso se usa el arquetipo básico del héroe como alguien que ha sido obligado por las circunstancias a cumplir con una misión transcendental para la que inicialmente no se ve preparado, pero una vez recorre el tropo del «camino del héroe» y se descubre a si mismo como tal, resulta decisivo finalmente a la hora de lograr el objetivo. El mito de «el elegido» sería una combinación especial de arquetipo y tropo, presentes en todo tipo de obras, desde las de narrativa clásica hasta las de fantasía y ciencia-ficción.

McGuffin

El McGuffin debe su nombre al enigmático director Alfred Hitchcok que lo nombraba para referirse a un elemento en la trama que no tiene importancia en si misma para el público, pero sí para los personajes por lo que representa o simboliza, convirtiéndose en el motor para que la historia se desarrolle. Ejemplos clásicos sería el maletín de Pul Fiction, el Santo Grial en Indiana Jones o el anillo único de El Señor de los Anillos. En el caso de la ciencia-ficción se podrían citar como ejemplos los planos de la Estrella de la Muerte de Star Wars o el condensador de fluzo, de Regreso al FuturoEn ocasiones puede evolucionar adquiriendo una importancia más significativa como por ejemplo, el Arca de la Alianza en En busca del arca perdida o la protomolécula en The Expanse.

Tropo + McGuffin

Podría darse el caso de existir un tropo por ser un elemento recurrente en la narrativa, pero al mismo tiempo tratarse de un objeto físico que no es relevante para el público por su constitución sino, además de por su simbolismo, ser la motivación de los personajes para avanzar en la trama. Un caso clásico de este tipo sería El halcón maltes (John Huston, 1941), una estatua que representa la ambición y la búsqueda de poder y, a la vez, es el objeto que motiva la acción. En la ciencia-ficción tal vez el caso más significativo sería el Monolito de 2001: Una Odisea del Espacio (Kubrick, 1968): al mismo tiempo que representa lo desconocido y el mito del origen de la singularidad de la especie humana, es también un objeto físico de origen, composición y funcionalidad desconocida, que sin embargo, aparece en determinados momentos desencadenando acontecimientos y motivando la acción de los protagonistas.

Arquetipo + Tropo + McGuffin

Llegados hasta aquí ¿por qué no ir más allá? ¿podría darse algún elemento narrativo que fuera una combinación de todo lo visto? En la literatura de no ficción es complicado hallar un elemento que sea simbólico, a la vez que un objeto físico que, a su vez, represente un arquetipo humano o relacionado con «lo humano». Apurando las definiciones, tal vez Ernest Shackleton y su expedición a la Antártida podrían ser un arquetipo (el «héroe»), un tropo («el viaje del héroe») y un McGuffin (la propia Antártida, entonces desconocida, misteriosa y motivadora de la acción). La ficción y la sobre todo la ciencia-ficción, al no estar limitada por las restricciones de la realidad, puede explorar conceptos más complejos y multifacéticos. Por ejemplo, los robots pueden ser vistos simultáneamente como un arquetipo (el «humano artificial»), un tropo (la «creación de vida») y un McGuffin (el objetivo de la trama, como en Planeta Prohibido). HAL9000, en 2001: Una Odisea del Espacio, es otro ejemplo de un elemento que combina estos tres conceptos: representa la conciencia artificial (arquetipo), la creación de un ser inteligente (tropo) y la fuerza impulsora de la trama (McGuffin).

Novum

Queda claro que la ciencia-ficción tiene unas características que no poseen ni el genero de la ficción ni el género de fantasía, donde se podrían ubicar también las clásicas mitológicas. En las obras pertenecientes a estos géneros clásicos se trata sobre lo humano o de nuestra relación con lo metafísico, una percepción que al fin y al cabo nos acompaña desde que existimos como especie. Pero la ciencia-ficción alberga en su seno una creación especial humana que nos relaciona con la realidad de una manera distinta a todo lo anterior: la ciencia. En las obras de ciencia-ficción existe un concepto que desafía lo anterior, que abre nuevas puertas, expande el horizonte. Ese concepto se le llama el Novum.

La ciencia-ficción se caracteriza como tal por poseer una concesión científica imaginaria o alternativa, que implica reconstruir el mundo alrededor siguiendo las mismas pautas y premisas por las que se rige nuestro mundo actual. Ambos mundos, real e imaginado, comparten el método científico como herramienta para establecer las pautas sobre las que se construye, pero el novum es el vínculo entre ambos. Es la «puerta» que une nuestro mundo real con otro con sus mismas normas, pero ampliado por las nuevas posibilidades imaginadas. Por ejemplo, el viaje en el tiempo abre un abanico de posibilidades y paradojas que han de ser manejadas con el mejor criterio científico, en la medida sea posible, en función del autor y del público a quien va destinado.

El novum de las obras de ciencia-ficción podría incluirse así mismo en cada uno de los conceptos tratados anteriormente. En el ejemplo del viaje en el tiempo, el novum podría considerarse el tropo de la propia posibilidad del mismo o el McGuffin en cuanto al dispositivo utilizado. Sin embargo, aquí podría observarse una sutil cualidad en el concepto de novum, debido a su condición especial de vínculo cognitivo entre mundos, real e imaginado. Por ejemplo, si bien el Condensador de Fluzo es un McGuffin claro, sería difícil incluirlo como novum precisamente por que no es más que un disparate —gracioso y efectivo— cuya importancia reside en ser la excusa para justificar la posibilidad del viaje en el tiempo. Sin embargo, en La Máquina del Tiempo de H.G. Wells, el dispositivo utilizado es una representación del vehículo postulado para recorrer la dimensión temporal que su autor imaginó, adelantándose a la Teoría de la Relatividad de Einstein. El señalado vinculo cognitivo es mucho más evidente al poner a prueba los conocimientos establecidos y postular con nuevas posibilidades y sus consecuencias.

Sin embargo, otra condición necesaria para que un novum pueda considerarse un arquetipo, un tropo o un McGuffin, es la de su conversión a clásico. Un novum en efecto, comienza abriendo una nueva posibilidad, pero por su cualidad intrínsecamente novedosa, no puede ser considerado un «elemento narrativo recurrente». Tal vez, si su impacto es efectivo, puede convertirse en uno. Por ejemplo, cuando Karel Čapek metaforizó sobre la opresión humana y la rebelión, usando a «robots» creados por el ser humano, lo que en principio era un novum ha acabado convirtiéndose en uno de los tropos más recurrentes de la producción cultural: la rebelión de las máquinas contra sus creadores. Un concepto que Mary Shelley ya lo empleó en su pionera obra Frankenstein: el moderno Prometeo. Pero en el caso del escritor en lengua checa, la rebelión es colectiva, añadiendo otro matiz político que no tenía la obra de la británica, más filosófica y existencial. En ambos casos, lo que en su momento fue un novum (la «vida artificial») ha acabado convirtiéndose en dos de los más influyentes tropos en la cultura universal como la rebelión de las máquinas y el significado de ser humano.

Por la relación de estos novums y tropos con la manifestaciones culturales en general, se podría establecer una relación especifica entre cada uno de estos elementos y el tipo de obra de la que se trata, de manera que cada subgénero se caracterizaría por sus elementos (novums, tropos, arquetipos, McGuffin) específicos. En el caso de la ciencia-ficción se intuye una relación clara entre cada tipo de elementos usados (robots, máquinas del tiempo, inteligencias artificiales, naves interestelares, etc.) y la clase de obra que va a resultar. Es ahora, cuando se va a explorar una nueva relación entre un subgénero muy popular y un novum específico:

El novum de la space opera

Por si no se hubiera dado las suficientes vueltas a los conceptos, una nueva posibilidad puede añadirse. Un tipo de tropo/McGuffin/novum nuevo específico de la ciencia-ficción que define el género de las «óperas espaciales», también llamadas space operas. Este novum específico es un tropo que existe junto a otros habituales de las obras del género, pero por sus características, sobresale del ámbito conceptual de la obra. Es decir, en las space operas es habitual su desarrollo en entornos altamente tecnificados con grandes posibilidades imaginarias: desde robots inteligentes y autónomos, motores de gravedad artificial, hasta viajes más rápidos de la luz. Si bien la mayoría de ellos pueden considerarse extrapolaciones tecnológicas, científicas o sociales de nuestro mundo real, sin embargo, sobre todos esos novum/tropos/arquetipos destaca un concepto fuera del marco conceptual de la propia obra que al mismo tiempo, la define y la identifica. 

La Fuerza (Star Wars)

En el universo de la célebre saga creada por George Lucas, la tecnología avanzada establece un marco tecnoficticio que, inconsistencias aparte, puede considerarse una extrapolación de la tecnología conocida sobre la que destaca un novum diferente. Una «fuerza» que desafía dicho marco al representar un conocimiento del Universo inalcanzable para la mente racional, cuyo origen reside en unos organismos presentes en todas las formas de vida y que de alguna manera, establece un puente entre ciencia y misticismo. El sable de luz, un arma tecnológica cuyo manejo ha de realizarse a través del dominio de La Fuerza, ejemplifica dicho vínculo

La Lente (El Hombre de La Lente)

Precursora tal vez de todas las space opera, se encuentra la poco conocida pero altamente influyente obra de Edward E. Smith. Al igual que en el caso de Star Wars, el relato transcurre en un marco de grandes proezas tecnológicas del que sobresale un poder de diferente naturaleza. Se trata de una capacidad psionica cuyo origen es un experimento eugenésico alienígena. También, este poder requiere de un entrenamiento para manifestarse a través de un dispositivo especial conocido como La Lente, estableciendo un vínculo entre lo mundano o tecnológico y lo místico o un conocimiento más allá de la comprensión humana. Sin embargo, en este caso el novum distintivo sería el dispositivo en sí, que permite despertar unos poderes latentes psíquicos que no caracterizan a esta obra, pero sí el hacerlo a través de un artefacto pseudo-vivo cuyo origen extraterrestre no puede extrapolarse del resto del mundo descrito en la obra.

La protomolécula (The Expanse)

Desarrollado en un entorno más «cercano», la obra de James S. A. Corey nos presenta un futuro cercano donde la humanidad ha colonizado el Sistema Solar junto con las relaciones y tensiones políticas y sociales que surgen. En este contexto, aparece un concepto totalmente inesperado, indefinible y no extrapolable a partir del resto del escenario construido: la protomolécula, una sustancia pseudo-viva de origen extraterrestre que desafía el orden y equilibrio entre las distintas facciones que han surgido entre los humanos. Un novum, por su carácter novedoso (una extraña forma de materia con propiedades únicas, tanto físicas, biológicas como genéticas), el arquetipo de vida alienígena, el tropo de la amenaza exterior y un McGuffin, ya que su presencia origina toda una serie de tramas políticas además de estimular la exploración del espacio, más allá de nuestra estrella.

La especia melange (Saga de Dune

Si bien la obra de Frank Herbert es un homenaje a la construcción de universos y ecosistemas definidos con precisión científica, la trama gira alrededor de un concepto que transgrede sus propios límites. La especia melange, una anomalía que desafía la racionalidad y la comprensión humana, acercándose a la definición de «magia», recordando la famosa Tercera Ley de Clarke. Su origen orgánico y sus propiedades inexplicables fruto de una combinación de factores que solo se dan en el planeta Arrakis, dan sentido a la globalidad del relato, tanto la de los protagonistas como la que marca los enfrentamientos políticos entre las grandes casas, definiendo hasta la tecnología de navegación interestelar. Esta tensión entre lo humano y lo inexplicable es lo que define a la space opera.

El Flujo (Saga de La Interdependencia)

En la obra de John Scalzy se encuentran los elementos clásicos de una space opera: un imperio galáctico y una red de relaciones diplomáticas y políticas que, al igual que en la saga de Dune, dependen de un recurso clave para su desarrollo. En este caso se trata de El Flujo, un fenómeno físico de origen desconocido y aparentemente espontáneo, similar a los agujeros de gusano pero transitables, que permite que la humanidad pueda viajar a grandes distancias entre las estrellas. Cuando es descubierto, se convierte en el factor determinante que establece las dinámicas de poder político. El flujo es un novum que transgrede el universo de la obra por su origen misterioso e incomprensible, pero al mismo tiempo, define el marco en el que se desarrolla la acción.

El teletransporte (Star Trek)

En la saga creada por Gene Rodenberry existe todo un universo tecnológico que no solo se podrían considerar extrapolaciones de lo conocido, sino que han inspirado a creaciones tecnológicas prácticas posteriores. Por ejemplo, los dispositivos de comunicaciones que llevaban en el cinto eran una especie de Walkie-Talkies de la época evolucionados, pero su diseño en la obra ha llegado a inspirar a los posteriores teléfonos móviles. Otro ejemplo sería el Tricorder, que si se le añade el ejemplo anterior, ambos serían la base de los actuales dispositivos portátiles o smartphones. Pero de todo lo usado en esta saga hay un concepto que en su día representó un salto conceptual, un movimiento arriesgado para solventar un problema de presupuesto, un elemento tecnológico que apenas tenía equivalente en el momento de la obra, pero que a la postre, ha tenido una repercusión en la saga fundamental: el teletransporte. De aquí se derivarían otros artefactos como el replicador de alimentos o la holocubierta. Como mención especial habría que señalar el motor de curvatura, una nueva manera entonces de justificar los viajes a mayor velocidad de la luz y que ha logrado tener una gran repercusión cultural posterior hasta el punto de inspirar estudios teóricos sobre la posibilidad real de su construcción.

La dedona (La Saga de los Aznar)

Aunque fue considerada en 1978 la mejor saga de ciencia-ficción europea, galardón que ostenta desde entonces, la saga de La Saga de los Aznar, del escritor español Pascual Enguidanos es poco conocida probablemente porque apenas ha salido del ámbito hispano, del ámbito de la ciencia-ficción y además, del ámbito de la cultura pulp. Serios múltiples hándicaps de difícil superación. Sin embargo, el recorrido por su obra nos muestra la extraordinaria imaginación y coherencia que su autor fue capaz de desplegar, extrapolando de manera consistente la ciencia y la tecnología del momento, convirtiéndolas en otros protagonistas más del relato. Pero el elemento fundamental que dota a la obra de un carácter transgresor y futurista es el descubrimiento en un artefacto alienígena de un nuevo material llamado dedona, 20000 veces más pesado que el agua y con propiedades antigravitatorias. La irrupción de este desconocido material, presente de manera natural en el universo en espera a ser descubierto, transforma de manera consecuente las sociedades, al configurarse como un símbolo de poder por sus propiedades prácticas, pero sobre todo, por transformar la forma de hacer la guerra y sus consecuencias.

Estos son algunos ejemplos de cómo las nuevas ideas definen a las obras que las albergan y además, abren nuevas expectativas culturales. La space opera, a menudo menospreciada, sin embargo, pone de manifiesto cómo un elemento inesperado desafía nuestras expectativas y nos obliga a repensar nuestra relación con el universo. Los novum de la space opera son el puente entre la ciencia y la magia, entre lo conocido y lo desconocido. Son la frontera donde la realidad se funde con la imaginación, y donde la humanidad se enfrenta a los misterios del cosmos. Al leer una space opera, nos encontramos con la oportunidad de explorar nuevos horizontes, de maravillarnos ante lo desconocido y de conectar con una parte de nosotros mismos que anhela lo extraordinario.

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Imagen: Bing Creator (DALL-E3)

La ciencia-ficción lleva postulando con la Inteligencia Artificial (IA) prácticamente desde que existe como género. Sin embargo, no ha sido hasta hace poco cuando ha pasado a formar parte de nuestro día a día y por tanto, cuando el público ha comenzado a hacerse muchas de las preguntas que los aficionados llevamos viendo planteadas en innumerables obras del género. Una de las primeras reacciones ante el sorprendente avance en poco tiempo que han experimentado las aplicaciones basadas en esta tecnología, ha sido la de asombro y en algunos casos, temor. Un miedo ancestral a nosotros mismos y a nuestras creaciones, las cuales parecen no tener un final en cuanto al límite de sus capacidades, hasta postular con dejarnos atrás como especie dominante y convertirnos para ellas en meras hormigas intelectuales. Sin embargo, una vez superada esa inicial sorpresa, lo que se ha visto es que las herramientas que usan IA no son más que «organizadores» de información y que al tener acceso a una cantidad ingente de esta, el resultado es extraordinario. No obstante, también se ha evidenciado que queda mucho camino por delante en aspectos como los siguientes:

  • Generan un contenido a partir del trabajo de otros autores sin tener en cuenta la autoría.
  • Dicho contenido generado por la IA a partir de material original humano, está siendo reutilizado de nuevo por la IA sin distinguir unos de otros, distorsionando el resultado y obligando a los proveedores y buscadores a etiquetar el contenido para poder realizar dicha diferenciación.
  • Para alimentar los algoritmos de IA con modelos adecuados, es necesario un «ejército» de trabajadores mal pagados para realizar tareas de corrección de todo aquello que ha de ser revisado —incluyendo pornografía y mutilaciones—

Ahora bien, ese «largo camino» que queda por recorrer implica que la IA todavía puede mejorarse mucho. Esto no ha acabado aquí, aunque de momento, se puede reflexionar sobre lo que llevamos.

El atrevimiento de la ignorancia 

El dicho popular señala que suele presumir aquel que menos tiene para hacerlo. También, que el que permanece más calmado es el que menos sabe lo que pasa. Y por último, está el atrevimiento del ignorante. Esos sesgos están contemplados en un concepto llamado efecto Dunning-Kruger, por el cuál las personas de bajo desempeño tienden a sobrestimarse, es decir, son menos capaces para la autocrítica, precisamente por dicha carencia. Una IA puede parecer cualquier cosa menos carente de desempeño, sin embargo, para poder autoevaluarse —para poder dar una medida estimada del posible error de sus respuestas— es necesario poseer alguna consciencia de este. Es necesario «saber» que no lo sabes todo, que «hay más ahí fuera». Una IA asume que todo lo que existe es lo que tiene en su memoria, no tiene manera de considerar lo que no tiene. Aunque la IA se asume que aprende, lo hace a partir de un modelo y de los datos con los que se la alimenta, pero no tiene en cuenta lo que no se le está ofreciendo. Por tanto, una IA no tiene medida alguna de sus errores. Se limita a ofrecer de forma genérica advertencias para que revisemos los datos en algunos casos, como los avisos de los medicamentos para mantener fuera del alcance de los niños.
«Su defecto más profundo es la ausencia de la capacidad más crítica que posee cualquier inteligencia: decir no solo lo que ocurre, lo que ocurrió y lo que ocurrirá, sino también lo que no ocurre y lo que podría y no podría ocurrir»

Noam Chomsky, lingüista y experto en ciencia cognitiva (enlace)

Errar es de humanos

El ser humano es falible por naturaleza. No somos «perfectos». Debido precisamente a nuestros prejuicios, se suele considerar nuestra condición despectivamente como algo defectuoso, sujeto a disonancias de todo tipo. Sin embargo, un análisis algo más objetivo nos advierte que esto es sencillamente inevitable. En verdad, el ser humano es una entidad que funciona bastante bien la mayoría de las veces, adaptándose a circunstancias muy volátiles y diversas. Pretender cierto grado de perfección es probablemente aberrante. Esta no existe más que en acotados diseños teóricos —como los de una IA—. Por tanto, nuestra inevitable y a veces molesta falibilidad, probablemente sea nuestra principal característica que nos diferencie frente a ella. Pero no en sentido negativo por el fallo en sí mismo, sino por la capacidad que nos proporciona ser conscientes de nuestro alejamiento de ese ideal que solo existe en nuestra imaginación. Un motor y reflejo de nuestra creatividad, tan simple para nosotros pero tan complicado para una IA.
«la respuesta escapaba a mi comprensión porque requería de una mente inferior, o quizá menos limitada por los parámetros de la perfección»

 —El Arquitecto (Matrix Reloaded Wachowsy's)

ChatGPT
Respuesta proporcionada por las IA de OpenAI 'ChatGPT' y Google 'Bard' a la pregunta de si
usan programación probabilística en su código —no las usan—

Existen varios casos y estudios que apoyan esta visión. En el 2018 Google y Uber, introdujeron modelos de programación probabilísticos para mejorar sus algoritmos de predicción. Es decir, aplicaron un factor de error —al menos, un grado de incertidumbre— para mejorar su modelo, lo que no deja de resultar paradójico. Desde entonces el único inconveniente que parece que tengan estos paradigmas probabilísticos son los elevados requerimientos de computación. A día de hoy no parece que se haya llegado a una solución definitiva, evidenciando que las posibles mejoras parece que se encuentran en el ámbito de cómo la IA maneja la incertidumbre.
«mientras una inteligencia no demuestre ese punto de duda e inseguridad, ansiedad ante la posibilidad del fracaso y la capacidad de adaptar según las circunstancias el grado de éxito respecto al objetivo original, no habrá realmente inteligencia»

F. J. Suñer Iglesias (El Sitio de ciencia-ficción)

De manera paralela, en el otro lado de esta ecuación se encuentran los estudios sobre la consciencia humana y qué hace hace a nuestra inteligencia tan particular y distinta de la artificial. Precisamente, varios estudios concuerdan que es el carácter probabilístico de la mecánica cuántica la que mejor podría explicar cómo funciona nuestra mente y una de las conclusiones más llamativas es que la principal característica que nos define es la de cometer errores. En definitiva, tanto para mejorar la inteligencia artificial en si misma, como para hacerlo con la interacción de esta con los humanos, es necesario contemplar el error como parte de un proceso de interacción con el mundo real. Un mundo de probabilidades donde las cosas no siempre salen como queremos. Un mundo en el que la humanidad ha tenido que aprender a vivir, convencidos de una seguridad como manera de hacer frente a la incertidumbre que no deseamos aceptar del todo, pero que en el fondo sabemos que está ahí. Unos humanos que a pesar de sus tropiezos y errores, hemos sabido aprovecharlos y aprender de ellos, para lograr llegar hasta donde estamos.

Enlaces

  • Rubio, Isabel. La creación de la World Wide Web fue un accidente. (17/05/2020). Noticias & Protagonistas (publicado originalmente en El País) [acceso el 25/10/2023] <enlace>
  • Green, Tristan. Quantum cognition theory explains why humans make stupid decisions (20/01/2020). The Next Web. [acceso el 25/10/2023] <enlace>
  • Niel, David. Here's Why Our Most Irrational Decisions Could Be a Result of Quantum Theory. (17/09/2015). Science Alert. [acceso el 25/10/2023] <enlace>

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Un elemento habitual en la mayoría de obras de ciencia-ficción es postular con la existencia de vida extraterrestre. La ciencia no puede negar la posibilidad de la existencia de algún tipo de vida en otra parte del universo. Gracias a esto, los autores pueden usar este recurso como herramienta para relatar aspectos sobre nosotros que de otra manera sería más difícil contar. Esta dificultad no consiste únicamente en el esfuerzo artístico, sino en sortear los prejuicios culturales del público. Gracias a usar un elemento ficticio, pueden contarse situaciones que, a pesar de ciertas evidentes similitudes, no puede establecerse un vínculo directo con las coyunturas reales sobre las que tratan. Por ejemplo:

La invasión de los ladrones de cuerpos

Basada en la obra The Body Snatchers (Jack Finney, 1955) la película de 1956 (Don Siegel) fue versionada de nuevo en otra aceptable adaptación (Philip Kaufman, 1978). En ellas se relata la inadvertida transformación de nuestros agradables vecinos en seres con personalidad uniforme y monotemática y, lo peor de todo, insistiendo en que nos «convirtamos» a la «nueva situación». Mucho se ha hablado de su relación con el creciente pavor al comunismo que en la sociedad de los EEUU tenían en aquella época. En cualquier caso, puede ser utilizado para reflexionar sobre los peligros de verse atraído por un entorno agresivo y ominoso de tendencias sociales, bien vacías de contenido o de tenerlo, ideológico y político. La obra puede usarse como una defensa de la libertad e independencia de criterio del individuo. Lo paradójico del asunto es que si bien comenzó como temor al comunismo, parece que al final ha sido el más puro y duro consumismo capitalista el que nos ha acabado abduciendo a todos.

La Guerra de los Mundos 

Escrita por H. G. Wells (1898), adaptada a la radio (Orson Welles, 1938), al cine (—Byron Conrad Haskin, 1953—, —Steven Spielberg, 2005—) y a televisión (—BBC, 2019—, —FOX/C+, 2019—), los alienígenas son el tropo usado para criticar a todas las guerras en general. Si bien la obra literaria incluía criticas al imperialismo y colonialismo británico, las adaptaciones posteriores han ido adaptándose a las circunstancias de sus momentos particulares, por ejemplo, en la adaptación al cine de 1956 el temor a una invasión soviética era la idea de fondo. Luego se han añadido otros conceptos como daño al medio ambiente en la versión francesa para la televisión. En definitiva, los alienígenas son una versión de nosotros que no queremos creer que tenemos, que no queremos aceptar que es probable, por eso se simbolizan como extraños y diferentes pero lo suficientemente cercanos y temibles como para que aparezcan súbita y terriblemente, representando el peligro que acecha a nuestra especie proveniente de nosotros mismos, materializado en violencia en cualquiera de sus formas.

Ultimátum a La tierra

La película dirigida por Robert Wise en 1951 y versionada en el 2008 (Scott Derrickson) nos plantea una nueva situación con los alienígenas como protagonistas. En este caso no aparecen como invasores dispuestos a arrebatarnos nuestro espacio vital, sino todo lo contrario. Un extraterrestre con un aspecto muy similar a nosotros aparece acompañado de una tecnología extraordinaria y poderosa, lo que le dota de cierta autoridad, o al menos, es lo que se pretende simbolizar: una «entidad» protectora a nuestra «imagen y semejanza» que vigile el cumplimiento de ciertas normas o al menos, no cruzar ciertos límites. El fallecido y recordado divulgador científico Carl Sagan en el último de los capítulos de su famosa serie Cosmos: ¿Quién habla en nombre de la Tierra? (Sagan/Druyan, 1980) señalaba en aquel entonces la necesidad de un organismo o entidad que fuera «consciente» de los efectos que a nivel de las distintas naciones que pueblan nuestro planeta, estamos produciendo sobre él. Si bien la motivación era el peligro del armamento nuclear, en nuestros días bien podrían ser el cambio climático, las crisis económicas o las energéticas, cuyas consecuencias repercuten también en la biosfera global, mientras el entorno geopolítico se muestra incapaz de coordinar una respuesta única, pese a las graves consecuencias. En Ultimátum a La Tierra, los llegados de fuera de nuestro planeta representarían de manera simbólica esa consciencia global.

Los alienígenas en la obra de Arthur C. Clarke

Los alienígenas en la obra del autor de origen británico comparten unas características hasta cierto punto homogéneas. Una de ellas es que suelen ser representados de manera incorpórea la mayoría de las veces, bien sea por tratarse de entidades inmateriales o porque su avanzada tecnología les permite ejercer su influencia sin necesidad de presencia física. Además de evitar abordar el asunto de su constitución corpórea, esta carencia enfatiza todavía más el carácter «omnipresente» y vigilante de estas entidades hipotéticas. Además, esta influencia que aplican sobre la humanidad es de naturaleza paternalista, cuidadora pero también castigadora o correctora. Por otro lado, los temas que Clarke trata suelen girar alrededor de los mismos tópicos: el avance de la especie humana en el conocimiento y la búsqueda de su papel en el Cosmos. Algunos ejemplos importantes serían: La ciudad y las estrellas (1956), Saga de 2001: una odisea del espacio (1968~1997), El fin de la infancia (1953), Saga de Cita con Rama (1972~1993). En estas obras, Clarke usa las inteligencias extraterrestres como un Mcguffin subyacente que sirve de justificación para hacer que nuestra especie camine por esa senda del conocimiento que tanto anhelaba el escritor, que de otra manera —es decir, sin la presencia de estas inteligencias extraterrestres que condicionan en el relato a nuestra especie a actuar de cierta manera— sería difícil de explicar. 

Uno de los aspectos comunes en estas obras es el uso de otras inteligencias para poner a la humanidad frente a si misma y a las consecuencias de sus actos, para hacerla consciente de sus virtudes y defectos. De similar manera a la que Isaac Asimov usó con un robot, una inteligencia artificial pero sometida a unas estrictas leyes para defendernos de nosotros mismos, en estos supuestos, estas inteligencias que nos transcienden serían esa «consciencia colectiva» de la que carecemos, que nos alerte de un camino «equivocado», definición que es objeto de interminables conflictos pero que es en cualquier caso, dejando a un lado cualquier aspecto político o territorial, necesaria probablemente para nuestra supervivencia. Tal vez el individuo pueda decidir sobre su destino o tal vez no, pero lo que de verdad hemos de preguntarnos es, si es la Humanidad la que puede hacerlo.




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La humanidad ha vivido desde el amanecer de los tiempos sujeta al devenir de unos acontecimientos que era incapaz de predecir porque sobre todo, no podía comprender. El conocimiento ha sido desde aquella temprana época hasta hoy en día, sinónimo de poseer el poder de anticipar un resultado. Para obtener dicho conocimiento, la única herramienta que aquellos seres humanos disponían para comenzar a escudriñar los entresijos de la realdad y avanzar, a tientas y con tropiezos en la compresión del universo a su alrededor, era la imaginación.

No es posible partir de un conocimiento sólido y consistente cuando, obviamente, se carece de él. El primer paso ha de ser por tanto, resultado de una invención. La mayoría de las veces esta idea imaginada era probablemente resultado de una experiencia empírica, de una observación. Pero no todo estaba sujeto a la posibilidad de someterse a prueba: el Sol, los astros, el clima, la muerte, muchos ámbitos requerían partir de una idea algo descabellada para poder comenzar a manejar el asunto. Naturalmente, el desarrollo del método científico logró que todas esas elucubraciones fueran filtradas y escogidas por su validez para predecir los tan ansiados resultados. No obstante, es importante señalar que sin esta idea inicial producto de un «salto al vacío», el progreso posterior probablemente hubiera tardado más en llegar. 


Hoy en día continúan siendo necesarias grandes dosis de imaginación. Puede que más que nunca, ya que los retos actuales exigen cada vez mayores cotas de atrevimiento a la hora de postular nuevas vías de investigación, en los misterios que la naturaleza continúa escondiendo en lugares cada vez más lejanos e inaccesibles. Sin embargo, el mundo científico se ve sometido por unas necesidades de financiación que no se llevan bien con las «apuestas arriesgadas». Como muestra del importante papel que la imaginación ha cobrado en el desarrollo científico hasta nuestros días, se pueden citar los famosos experimentos mentales de Albert Einstein, postulando en su imaginación lo que no podía hacerse de otra manera, salvo con costosos —o inviables— experimentos físicos. Otro ejemplo sería el del neutrino: cuando los físicos no tenían manera de explicar ciertos fenómenos, el físico Wolfgang Pauli, famoso por sus postulados surgidos de imágenes oníricas, propuso una idea surgida de su imaginación acerca de una partícula desconocida e indetectable, pero que ayudaba a explicar el funcionamiento del universo. Y de hecho, eso es lo que ha estado haciendo desde que fue detectado finalmente. Algo similar puede decirse de la materia oscura, de la teoría de cuerdas o de la hipotética existencia de agujeros de gusano. Postulados que hoy en día no pueden confirmarse pero al igual que pasó con la partícula, podrían ser la clave para lograr un extraordinario avance en el conocimiento del Cosmos y de nuestra realidad. Pero si existe un concepto literalmente imposible, matemáticamente inalcanzable, que, sin embargo, está presente en todos los recientes desarrollos tecnológicos y científicos, que convive con nosotros en nuestros hogares y sin el cuál el mundo a nuestro alrededor no podría ser explicado, no es otro que el número imaginario.

El número imposible


Todo empezó cuando a un matemático italiano se le ocurrió una idea que mucha gente hubiera rechazado de plano: ¿Cuál es la raíz cuadrada de un número negativo? Bien, resulta que todo numero negativo multiplicado por sí mismo —esto es, elevado al cuadrado— siempre da un número positivo, por tanto, los números negativos no pueden tener una raíz cuadrada —la operación inversa a la de elevar al cuadrado—. Aún así, aquellos matemáticos valientes continuaron con el postulado y encontraron que la raíz cuadrada de un número negativo elevada a su vez al cuadrado... ¡¡tenía como resultado el propio número negativo!!! La humanidad acababa de encontrar que un concepto imposible podía ser con todo, tratado como algo manejable y producir resultados no solo coherentes, sino que desde entonces han sido cada vez más útiles con aplicaciones clave desde el cálculo de circuitos eléctricos hasta la mecánica cuántica. Aquella raíz cuadrada de -1 se le llamó «i» o número imaginario y forma parte de las más avanzadas matemáticas, imprescindible para enfrentarse a los retos científicos que quedan por delante.
«La historia de los números complejos ejemplifica una cualidad fundamental de las matemáticas: que un avance teórico, en apariencia un tanto artificial, se puede convertir en el momento menos pensado, en un pilar del progreso tecnológico que trasciende a las matemáticas»
Fuente de la cita: Café y Teoremas (El País

El número imaginario fue llamado así por no poder ser definido por la ortodoxia del momento, sin embargo, lo que vino a evidenciar es que alrededor de nosotros, en este universo, conviven conceptos que no conócenos pero que están ahí, esperando ser descubiertos. Muchos de ellos no se limitan a esperar ocultos en las sombras de lo imposible, sino que sin que seamos conscientes, nos han estado influyendo desde el principio de los tiempos. Agazapados, desafiándonos, ocultos tras el velo de lo desconocido, existe todo un universo de misterios llamando a la puerta de nuestra imaginación, esperando ser revelados para alterar para siempre la forma en la que vemos el mundo. Puede que si escuchamos con atención los oigamos. Y si no lo logramos, tal vez la ciencia-ficción pueda suplir esa carencia.


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Destruir siempre ha sido, es y será, más fácil que construir. Por este motivo, las distopías o aquellos relatos donde las personas han sucumbido a sus instintos más simples y primitivos, van a triunfar con mayor probabilidad sobre otros en los que se intente mostrar constructos sociales algo más elaborados. Entonces ¿Cómo lograr un lenguaje utópico que no se vea absorbido por el distópico, que logre superar dicha limitación de la que se parte? Aquí algunos apuntes que tal vez puedan dar una respuesta:

Igual para todos

Para desmarcarse de la distopía, una utopía no ha de tener delimitaciones en cuanto a cómo es interpretada por los protagonistas o por la sociedad ubicada en ella. En las distopías es habitual que, por demacrada que sea la situación, siempre hay alguien que saca beneficio de ella. Es decir, en las distopías —no confundir con lo apocalíptico— existe una mayoría oprimida por una minoría, la cual vive en su utopía particular. Intentar mostrar una utopía sin tener en cuenta esta circunstancia y definir paisajes idílicos, implica limitarse a relatar el reverso utópico de una distopía. Esta manera de crear utopías no es más que otro método para lograr distopías. Por tanto, independientemente de como se quiera definirla, una «verdadera» utopía lo ha de ser para todos. Esto fuerza la definición de una sociedad que contemple de manera verosímil cómo son logrados y repartidos los recursos y los problemas. Un mundo que sea abundante y lo sea igual para todos, exige una premisa fundamental que lo defina, aunque sea ficticia, como por ejemplo lo es el dispensador de alimentos de Star Trek.

Existencia de problemas

De lo anterior se desprende que el nuevo lenguaje utópico ha de reservar un espacio para la existencia de problemas. La ausencia de problemas no ha de ser el factor que defina a una utopía. Como se mostraba, las distopías no son simplemente lugares caracterizados por una gran cantidad de problemas sino por el reparto de estos de una forma desigual y en base a criterios políticos, de clase, raciales, biológicos o tecnológicos. En definitiva, sociedades organizadas de manera que se perciban como desiguales o injustas. Por tanto, siguiendo con este razonamiento, la utopía no sería un lugar caracterizado por la ausencia de problemas, sino por la existencia de algún criterio ético o racional de su reparto que sea percibido como equitativo y justo por parte de la sociedad.

Qué contar y cómo contar

Parece fácil ¿verdad? Sin embargo, no lo es. En teoría la idea es presentar en una obra de ciencia-ficción un modelo de sociedad que no presente la mayoría de problemas debidos a tensiones o desigualdades actualmente existentes, relatada con el habitual rigor, coherencia y verosimilitud que caracteriza a la ciencia-ficción. Pero en la práctica nos encontramos con un extraño bloqueo y una serie de problemas: 

El primero de ellos es el de las propias ideologías y anhelos políticos, acerca de un orden tal vez idealizado y construido como consecuencia de impulsos viscerales no reconocidos provenientes de pasados familiares no demasiado alegres. Lograr la necesaria objetividad para construir una propuesta de orden social que logre lo señalado no es sencillo, pero es indispensable.

El segundo es que en algunos casos son percibidos como auténticos ataques políticos a los responsables de la situación que exista en el momento de la propuesta, aunque su verdadera intención no sea esa en absoluto. De una u otra manera, habrá que enfrentarse a la maquinaria institucional del establishment que de manera ciega, filtra todo lo que no encaja dentro de sus reglas diseñadas para garantizar su autosubsistencia. No sería la primera vez que los autores han de camuflar sus obras para que no se vean arrinconadas en el ostracismo. En este caso se hace especialmente complicado ya que es necesaria cierta visión explícita y evidente para que las ideas lleguen a su destino. Aunque parece que en los tiempos recientes esta respuesta reaccionaria se está relajando.
Con la iglesia hemos dado, Sancho
―don Quijote de la Mancha

La tercera, la peor y más complicada de todas —en cuanto se intenta poner sobre la mesa se acaba entrado en un jardín de difícil salida o en un charco de profundidad desconocida— sería la paulatina perdida del sentido de lo correcto. La peor porque es la que más tiempo lleva haciendo camino en toda la cultura occidental. Sin entrar en demasiados detalles, podría establecerse un punto de inflexión en el que el patrón de pensamiento de la sociedad del que se partía era el siguiente: 

    1. Creo en mis ideas.
    2. Creo en ellas porque creo que son correctas, sino no creería en ellas.
    3. Como mis ideas son las correctas, lo que hacen los demás es incorrecto.
    4. En la medida pueda, lo correcto sería obligar a los demás a hacer lo correcto.
    5. Si llego al poder, estaré legitimado a usar la capacidad coactiva del estado a obligar por ley a los demás a que hagan lo correcto, es decir, mis ideas. 

Naturalmente, el lector más avezado habrá identificado que el mencionado punto de inflexión no sería otro que la 2GM. Todos concordaremos en que en efecto era necesario mejorar dicho patrón y que había que ponerse manos a la obra. El problema es que a lo que se ha llegado es a esto:

    1. No creo en nada en concreto ya que todas las ideas son igual de buenas (o malas)
    2. Como no existe entonces un criterio de qué es lo correcto, hago lo que me da la gana (o lo que me dejan).
    3. Los demás hacen también lo que les da la gana (o lo que les dejan), y yo me junto con los que hacen lo mismo que yo, y los demás son raros (o frikis, o «no tienen ni puta idea»).
    4. Si alguien opina que lo que hace alguien es incorrecto, es un fascista porque intenta imponer su visión del mundo.
    5. Para llegar y estar en el poder se ha de contentar a la máxima cantidad de gente para que le voten. Como no se puede contentar a todos, los que no le voten harán lo que les dé la gana (o lo que les dejen). 
Sinceramente, la sensación es que la sociedad comenzó bien pero en determinado momento se perdió en el proceso. No hay apenas frontera divisoria entre pensar que un concepto es incorrecto con que te acusen de pretender prohibirlo o imponer una idea que lo sustituya. Es algo así como la falacia de la pendiente resbaladiza, no hay término medio. Pero lo peor de todo son las consecuencias: como cada uno hace lo que le da la gana (o lo que …), continúan igual o en aumento los casos de abusos sexuales; la falta de criterio de la sociedad es tal que es inevitable que la aprovechen con manipulación a través de propaganda tanto de medios públicos como privados; líderes populistas de ambos signos se alzan por doquier; inestabilidades políticas graves en países que hasta hace poco eran ejemplos de la cultura occidental y finalmente, el uso de la fuerza coactiva del estado para reprimir de cuajo problemas sociales. Todo esto ocurre porque la cuestión de si es correcto o no se convierte en una cuestión de mera ideología.
Hay un culto a la ignorancia en Estados Unidos y siempre lo ha habido. La tensión del anti-intelectualismo ha sido una amenaza constante haciéndose camino a través de nuestra vida política y cultural, nutrida por la falsa noción de que la democracia equivale a decir que “mi ignorancia es tan buena como tu conocimiento”
Isaac Asimov

Para que una utopía cumpla con los puntos propuestos y no se trate de la implantación de una propuesta particular e interesada de un sector concreto, sino de una que sea asumida por la sociedad de manera profunda, tiene el problema de que es imposible en la situación actual en la que cada individuo cree en lo que le da la gana (…). Tal vez no le guste de verdad a casi nadie ya que habría que tomar decisiones difíciles. En general, todos, de una u otra ideología, deberían hacer autocrítica y prescindir voluntariamente de parte de sus dogmas, por mucho que les cueste. No por ningún motivo concreto, sino porque tal vez no haya otra manera de alcanzarla. No obstante, en la ciencia-ficción de momento sí que pueden hacerse propuestas que partan de un supuesto que añada ese factor aglutinador de la sociedad de manera que nos convenza para dar el paso. En definitiva, aun a riesgo de parecer ingenuo, lo que le falta a la utopía, somos nosotros.

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La utilidad de la ciencia-ficción

El arte y la literatura de ficción en general cumplen con una importante función para nuestras mentes. La ciencia-ficción además, tiene algunas peculiaridades que hacen de ella algo especial. La siguiente es una lista de algunas de esas facetas singulares que un servidor ha acumulado a lo largo de los recientes años, sobre la capacidad potencial de la ciencia-ficción para influir positivamente en nosotros:

Pensamiento alternativo

Incluso la ciencia-ficción más clásica y conservadora puede provocar en el lector la necesidad de reformular el mundo a su alrededor con diferentes premisas. Aunque las motivaciones puedan variar, el género lleva consigo un cuestionamiento de las convenciones sobre lo establecido (no solo lo tecnológico, sino también político, ético o social). Al transitar por caminos inexplorados, prepara las mentes de los lectores para convertir en realidad algunos de esos caminos que comenzaron en la imaginación.

Romper las escalas 

Estamos circunscritos a desenvolvernos dentro de nuestros ámbitos, limitados por las posibilidades tecnológicas del momento. Por ejemplo, en el medievo el mundo en el que vivían los seres humanos se reducía a poco más que el poblado donde nacían. Hoy en día, es posible viajar a la otra punta del planeta en un día, gracias a lo cual la Humanidad comienza a pensar globalmente. Por tanto, para prever retos futuros o para encontrar soluciones más allá del horizonte, es necesario superar esas limitaciones. Antes de que existan las posibilidades tecnológicas para lograrlo, la ciencia-ficción nos permite romper las escalas temporales y geográficas en las que estamos habituados a pensar, ayuda a expandir la mente más allá de nuestro entorno, a derribar prejuicios y muros conceptuales, situándonos ante escenarios extraordinarios, preparándonos para enfrentarnos a retos nunca antes experimentados.

Evita prejuicios 

Al no estar sujetos a un lugar, sociedad o época determinada, el lector puede evitar asociarlo con alguna coyuntura conocida junto con los prejuicios que arrastre. Este aspecto es compartido con la Fantasía con la diferencia de que en la ciencia-ficción no son mundos mágicos alejados completamente de nuestra realidad, sino aquellos que aun siendo ficticios son al mismo tiempo lo suficientemente reconocibles como para identificarnos con ellos. El autor de ciencia-ficción podrá de esta manera tanto ubicar al lector en un Marte improbable como desubicarlo en una galaxia muy lejana, lo necesario que le permita escoger con detalle aquellos aspectos de la realidad que le sean útiles para transmitir el mensaje deseado.

Mayor precisión narrativa

La ciencia-ficción no está sujeta a los límites de lo real, lo que no implica que tenga que desligarse de ello, como ocurre en la Fantasía. Esta ausencia controlada de limites permite al autor ubicar con mayor precisión un relato concreto sobre nuestra realidad en el presente, sin verse condicionado. Se modificaran o eliminaran aquellas partes que entorpezcan el relato, sustituyéndolas de manera coherente con los elementos ficticios adecuados, como situarnos en un futuro con tecnologías y sociedad acorde. 

Complicidad lector-autor

En la Fantasía los mundos expuestos no tienen pretensión de ser tratados como si fueran reales, siendo los únicos límites los estéticos, además de los de toda obra cultural. En la ciencia-ficción sin embargo, aunque existen partes modificadas o añadidas que son ficticias, los mundos se muestran con pretensión de verosimilitud. Esto implica que en la ciencia-ficción se han de seguir unas normas de coherencia para que el resultado aparente ser consistente. Dada esta situación el principal parámetro que va a permitir ser valorada una obra correctamente por los lectores es el de la comprensión por parte de estos del esfuerzo realizado por el autor para recrear ese mundo. De lo contrario puede ocurrir que el género sea malinterpretado y confundido con ciertos ensayos que sin mostrar claramente la frontera entre ficción y realidad, relatan la visita de antiguos alienígenas y otra falsa mitología similar. No cabe duda que esta necesidad de comprensión por parte del público lector representa un inconveniente en cuanto a popularidad, pero es el precio a pagar para lograr un objetivo más importante, como es el de implicar un actitud del lector activa. Este ha de estar atento no solo a la trama del relato y los personajes, sino a la propia construcción y características del mundo en el que se desenvuelve la acción, comprendiendo sus repercusiones.

Experimentos mentales

Para contar con la precisión necesaria la historia que desea, el autor de ciencia-ficción ha de alterar las «piezas» de ese grandioso puzle que constituye nuestra realidad. Para sostener el universo resultante de esa modificación, esas piezas han de ser sustituidas por otras ficticias recreadas adecuadamente para que encajen en los huecos dejados, por lo que es necesario seguir las mismas reglas de la realidad para poder lograrlo. Este mecanismo es exactamente el que científicos como Albert Einstein siguieron para elaborar la Teoría de la Relatividad, al imaginar cómo se vería el mundo si un objeto con masa como nosotros pudiera viajar a la velocidad de la luz, concepto que en principio no era ––ni es— posible realizar. Por este motivo, las obras de ciencia-ficción son experimentos mentales cuyo alcance es indeterminado. Tal vez ilimitado.

Lenguaje común (añadido el 03/05/2023)

Por todo lo visto, la ciencia-ficción ha venido creando desde que comenzó su andadura una serie de conceptos que han ido añadiéndose al acervo cultural de las sociedades. Estas ideas sirven para simbolizar retos y expectativas para las que todavía no existe un lenguaje formal, pero que tarde o temprano, las comunidades de especialistas, ingenieros y científicos tendrán que diseñar nuevas soluciones. De esta manera, el género sirve de lenguaje compartido que dota de símbolos reconocibles que mejoran la eficiencia del trabajo en equipo y la comunicación, al dotarnos de una base sobre la que partir.

Imaginar futuros

Se hace difícil imaginar un futuro en un mundo y una época tan cambiante como la reciente en la que los traumas ocasionados por pandemias, guerras o crisis económicas, provocan una incertidumbre paralizante. Sin embargo, es necesario hacerlo si deseamos dejar de repetir un mismo presente deprimente una y otra vez. La ciencia-ficción permite alejarse lo suficiente de ese mundo tan decepcionante en la actualidad, pero no demasiado como para perderse en evasiones atrayentes y fáciles. Futuros posibles a los que se llega a través de una ruta mental trazada por caminos pavimentados con la solidez de una especulación racional y coherente.

Alimentar el sentido de la maravilla

Pero lo más importante y cuya escasez aumenta en una sociedad tan saturada de información redundante que sucumbe a la llamada economía de la atención, es la capacidad de asombro. En este contexto de medios de información orientados a captar esa codiciada atención en los que las buenas noticias y los logros importantes pocas veces aparecen en los titulares, la ciencia-ficción nos ofrece la posibilidad de recrearnos con maravillas tecnológicas o con extraordinarios paisajes de planetas distantes. Imágenes ficticias que sin embargo, dejan en nuestras mentes el anhelo por alcanzarlas, convirtiendo el mensaje en un reducto de esperanza.

Imágenes generadas con tecnología DALL·E (Image Creator Bing)

Entrada publicada posteriormente en el blog Planetas Prohibidos y en la plataforma LinkedIn


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La Vía Láctea, nuestra galaxia

Una de las propuestas más comunes en la ciencia-ficción es el viaje a otras estrellas, establecer colonias en los planetas que lo permitan y entablar contacto con posibles especies inteligentes que los pueblen. En la Edad de Oro de la ciencia-ficción era habitual imaginar grandes y esplendorosos navíos de bruñidos fuselajes, en cuyo interior se ubicaba una experta tripulación habituada a grandes aventuras y magníficos proyectos de exploración. En definitiva, la ciencia-ficción daba por supuesto un futuro en el que nuestra especie habría superado los grandes desafíos que suponen los hipotéticos vuelos interestelares, no solo los tecnológicos, sino los sociológicos que implican la prolongada estancia de un grupo de personas en un entorno cerrado y en constante incertidumbre sobre su lugar de destino. 

Sin embargo, en los últimos tiempos se está asistiendo a un tipo de ciencia-ficción que muestra a nuestra especie cayendo en apocalipsis, distopías o periodos de decadencia, llegando a presentar en ocasiones una anacrónica situación en la que la humanidad se embarca en arriesgadas y prolongadas misiones en el distante espacio, pertrechada de un equipo de personas cuya capacidad de lograr una porción de la tarea encomendada resulta difícil encontrar. Es decir, se habría pasado de obviar para no entorpecer el relato el aparentemente lógico y necesario proceso de maduración, formación y educación social para acometer tales proyectos, a no solo ignorarlo por completo, sino transgredirlo visiblemente: sociedades altamente tecnologizadas pero cuya organización no difiere de la actual salvo en la acentuación de sus defectos. Resulta inevitable observar cierta negligencia al especular con sobrepasar determinado umbral de capacidad tecnológica sin mostrar un desarrollo educacional de la sociedad acorde, de manera que sea capaz de manejar el enorme potencial autodestructivo. Se puede hablar por tanto de cierta incongruencia al extrapolar el futuro de manera parcial, sin importar lo incoherente que pueda ser. Ni tan siquiera se proporciona una explicación al contexto adecuada dentro de la historia, aspecto importante en el género de la ciencia-ficción, circunstancia que tal vez sea la que ha logrado que este género llegue hasta nuestros días desvirtuado y convertido en algo muy distinto de aquel de mediados de siglo pasado.

Las distopías no son intrínsecamente incoherentes, son tal vez, en todo caso, idealizaciones como lo puedan ser sus contrapartidas utópicas. Ambas visiones tienen sus aspectos positivos, y si se muestran de manera proporcionada pueden combinar un mensaje completo, mostrando ambas caras de la moneda. El exceso de distopías y los motivos que lo ocasionan ya se ha tratado con toda profundidad (Contra la distopíaFrancisco Martorell, 2012—) por lo que no se añadirá nada en este sentido. Sí que se va a señalar la incongruencia en la que se incurre al mostrar sociedades inmaduras que replican con fruición todos los vicios del presente, sin padecer los peligros y riesgos que implica un desarrollo tecnológico extraordinario que parecen alcanzar, sin embargo, sin relativa dificultad. Una de las principales voces que ha señalado este error es Jill Tarter, fundadora del proyecto SETI, quien argumenta que un avance tecnológico ha de implicar un aumento de la responsabilidad en su uso y por tanto, una disminución de la violencia y de los conflictos. Hay que puntualizar que el postulado que se defiende no es que la tecnología por si misma vaya a mejorarnos como especie, sino más bien al contrario: si no se aprende a controlarla podría implicar la desaparición de la misma, por lo que el hecho de imaginar civilizaciones que han atravesado la galaxia o a la nuestra haciendo lo propio es porque necesariamente, se ha madurado como colectivo y aprendido a superar los riesgos comentados. En definitiva, para mostrar a la humanidad de una manera coherente manejando tecnología poderosa, se ha de describir un contexto cuyo paradigma social y político a nivel global sea el adecuado para hacer frente a las nuevas situaciones que las disrupciones tecnológicas producen.

Precisamente, si se presta atención a ciertos aspectos logrados por la humanidad en lugar de sucumbir a la tendencia mayoritaria de mostrar sus rasgos más impulsivos y egoístas, nuestra especie ha pasado por épocas en la que el riesgo de una destrucción mutua asegurada ha sido máximo y el resultado fue el de ser conscientes de la necesidad de establecer acuerdos en base a un dialogo entre los principales responsables políticos. Sí, cierto es que todavía queda mucho por solucionar, pero nadie dijo que haya que quedarse de brazos cruzados ni que fuera a ser fácil. A nuestra especie le queda todavía acordar qué hacer con otras tecnologías casi tan dañinas, aunque con plazos de destrucción mucho más largos que el armamento nuclear y por tanto, más difíciles de demostrar. Así mismo, queda por ver qué hacer con países que deciden ir por su cuenta —llámese China, Rusia o EEUU— o grupos de activismo violento que puedan tener acceso a este tipo de armamento, sea nuclear, biológico o tecnológico. Es decir, no basta con que los representantes políticos tengan cubiertas sus responsabilidades inmediatas, hay que preocuparse también del resto de la población del planeta.

Dejando la geopolítica para otro momento y lugar, intentemos situar el punto de inicio de esta paradójica tendencia. Antes de la llegada del ciberpunk, la producción cultural poseía una mayor diversidad creativa, gracias a la cual cada gran estreno nos mostraba visiones distintas y originales: desde Planeta Prohibido (1952), hasta Mad Max (1979), pasando por Cuando el destino nos alcance (1973) o La fuga de Logan (1976), visiones tanto positivas como negativas, donde se correspondía la manera de usar los recursos y avances tecnológicos con el escenario mostrado como su resultado, dejando entrever cierto respeto por la coherencia interna de la obra. En el medio literario, El viaje del Beagle espacial (Alfred E. van Vogt, 1939~1955) es una obra clave por cuanto el tronco principal del argumento consiste en cómo la organización social de su tripulación y la manera de enfrentarse a retos desconocidos gracias a aprovechar todo el conocimiento humano, es determinante. En la poca veces recordada Ikarie XB-1 (Jindřich Polák, 1963) —tal vez por pertenecer a otro bloque geopolítico—, el principal desafío de la tripulación es enfrentarse a la vida prolongada en el espacio y alejarse de su planeta de origen. Pero la saga que ha llegado hasta nuestros días y cuya seña de identidad son precisamente los nuevos paradigmas de organización y superación de prejuicios, es Star Trek (1966), cuyas fuentes de inspiración son probablemente muchas de las obras mencionadas. Sin embargo, si bien este relato de un grupo humano en su viaje a las estrellas es un ejemplo magnífico de corresponder la organización como equipo con su desempeño al enfrentarse a nuevos retos y superarlos, posee dentro de su canon creativo, paradójicamente, un ejemplo de lo contrario: el espejo oscuro. En esta faceta clásica de este universo, se muestra un plano paralelo de la existencia a donde los protagonistas van a parar por accidente. En esta realidad alternativa, la tripulación se organiza acuerdo a estereotipos propios del siglo XV, imperialistas y autoritarios, resultando poco creíble que pudieran llegar a donde están.

En cualquier caso, todo parecía ir bien. Sin embargo, tras la Guerra de Vietnam (1955~1975) la sociedad de los EEUU cayó en un pesimismo social del que no llegó a a recuperarse. Teniendo en cuenta la influencia reciproca entre el estado anímico de la sociedad y las obras que genera, parece que se produjo un punto de inflexión por el cual la sociedad de aquel país —tal vez el más influyente en la cultura occidental— dejó de ser capaz de generar nuevas obras sin evitar permear un derrotismo pesimista, por el cual parecía existir un designio inevitable: no importaba cuan sofisticada y potente fuera la tecnología, las personas que la manejaban producto de la sociedad estadounidense, fueron incapaces de imponerse a un pequeño país asiático. La producción cultural se dedicó pues a reproducir los defectos y carencias de la sociedad en entornos exageradamente tecnológicos, como intentando exorcizar el fracaso. En este contexto de pesimismo en paulatino aumento, apareció una de las más famosas, queridas e influyentes sagas de la ciencia-ficción, aunque en esta ocasión haya que señalarla de manera no tan amistosa, dado que parte de esa influencia negativa ha perdurado hasta nuestros días: Alien: el octavo pasajero (1979). En esta obra, su director iba a construir una sociedad corrupta donde la humanidad se veía incapaz de lograr progresar como tal, en la misma medida que la tecnología crecía a su alrededor, imagen simbólica que quedó plasmada de manera literal en su siguiente trabajo igual o más influyente en el mismo sentido: Blade Runner (1982). De esta manera se consumó la parálisis creativa, llegando a la actualidad vinculando inevitablemente la ciencia-ficción con ciudades ominosas y oscuras de macroedificios semiabandonados, a la vez que la tecnología vuela entre ellos con arrogancia, ignorante de los problemas de la superficie a los que no presta solución, sino tal vez todo lo contrario. 

Un caso llamativo reciente es la serie de televisión Another Life —Otra Vida— (2019), donde aparece una extraordinaria nave espacial capaz de curvar el espacio-tiempo, con una tripulación gobernada —antes de que nuestra querida Katee Sackhoff se ponga al frente, lo cuál no soluciona mucho— de manera primitiva con el clásico macho-alfa al mando de individuos con traumas personales sin superar, llenos de rencillas entre ellos. Al parecer, no existía mejor tripulación para salvar a la humanidad frente a una amenaza desconocida a bordo de un potencialmente peligroso navío espacial para viajar al otro extremo de la galaxia —a pesar del escaso interés generado fue renovada por una segunda temporada, mientras que otras series muchísimo más interesantes desaparecen tras una primea tentativa—. Pero el caso paradigmático más notable de todos se trata de una obra literaria que ha cosechado una gran éxito en los años recientes lo que le ha merecido para ser adaptada a formato de serie nada menos que en dos ocasiones... ¡simultáneamente!: La Trilogía de los Tres Cuerpos (Cixin Liu, 2016). Si bien su autor hace un despliegue extraordinario de habilidad narrativa, imaginación y originalidad, el relato resulta tramposo: sin ánimo de desvelar la trama más de lo necesario, a los lectores se les aparece una nueva situación cuando La Tierra contacta con una civilización alienígena, pero al explorar qué clase de dialogo podría darse, se asume que el comportamiento de dos civilizaciones que se encuentran por primera vez va a ser el mismo en cualquier parte de la inmensidad del cosmos, al replicar patrones caducos y primitivos cometidos por la humanidad hace siglos, a pesar de que en cierta medida los lleva superados —es decir, ignora o desprecia todo el progreso efectuado desde entonces—. Para llegar hasta aquí, hace aparecer a conveniencia «casualmente» otros factores que surgen de las profundidades del universo en ese preciso momento, como si se hubieran puesto de acuerdo para presentar un calendario de acontecimientos que imposibiliten a la humanidad evolucionar socialmente. Y cuando las cosas se ponen difíciles, decide mostrar lo peor de nuestra especie, como si fuera la única posibilidad. Pero lo más significativo es la incongruencia de imaginar civilizaciones capaces de destruir sistemas solares enteros con un esfuerzo mínimo —usando para ello un supuesto científico que roza el esperpento para el lector más versado en ciencia— sin que exista la posibilidad de que una tecnología igual o más avanzada en otra parte del universo, pueda anular dicha capacidad ofensiva y les permita darse a conocer y explorar el cosmos con valentía y atrevimiento. En su lugar, prefiere optar por mostrar al universo como un lugar de muerte, desconfianza y extrema disuasión, aunque ello implique el uso retorcido del género. Su autor, originario de China, parece efectuar una critica destructiva sobre todo a la civilización occidental, sin ofrecer una posibilidad de evolución social respecto al panorama actual. 

«La Tierra es la cuna de la humanidad, pero no podemos vivir para siempre en la cuna»

Konstantín Tsiolkovski, artífice del programa espacial soviético

Voyagers Instintos Ocultos en España— (Neil Burger, 2021) es de las pocas obras recientes que tratan sobre cómo nuestra naturaleza puede constituirse en un obstáculo para salir de nuestro hábitat natural, de nuestra cuna biológica, y existir en otros lugares del Cosmos. En ella se usan las drogas como elemento regulador de nuestros instintos biológicos, una solución fácil basada en un cliché sacado de clásicos como Un Mundo Feliz, lo que le resta originalidad. Pero en todo caso, muestra que estamos adaptados a un entorno que hace ya muchos siglos dejó de existir. Paradójicamente, ha sido nuestro propio neocórtex y sus habilidades transformadoras lo que ha acabado por desadaptarnos al mismo. Ahora bien, nadie ha intentado explorar con detalle de qué manera esas características biológicas nos resultan inadecuadas, con el objetivo de introducir ese conocimiento en la educación de las nuevas generaciones. De esta manera, se podría obtener una nueva sociedad que conozca el origen de sus instintos biológicos y todas sus consecuencias. Una nueva humanidad evolucionada para dar el salto hacia nuevos retos. Una Humanidad que no desea aspirar a quedarse en este trozo de roca, aun suponiendo que logre mantenerlo apto para nuestra supervivencia. Tarde o temprano, también por nuestra propia naturaleza exploradora, dirigiremos la mirada de manera ensoñadora hacia las estrellas. Al igual que antaño era el Océano el horizonte cuya línea definía el límite a nuestra ansia de conocimiento, ahora es la Vía Láctea, una línea de estrellas tras las cuales, nos espera todo un Universo por explorar.


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