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La posmodernidad viene definiendo los parámetros de la cultura popular desde que surgiera a principios de los 70. ¿Cuales fueron sus orígenes? ¿qué factores coincidieron para crearse esa corriente cultural? ¿es realista esa desconfianza el en género humano y su pesimismo del futuro?

Aunque puede que no sea una respuesta definitiva a estas intrigantes cuestiones, el siguiente fragmento nos acerca bastante a una explicación de la situación a la que tarde o temprano, nos tendremos que enfrentar como especie:

Hasta hace unos decenios, hasta que estuvo en la mano del hombre la posibilidad de destruir la vida entera del planeta, los argumentos anti-progresistas (por lo que al aspecto científico y técnico del progreso se refiere) carecían de fundamento serio y parecían no más que los usuales presagios agoreros que han acompañado siempre al progreso de la humanidad, como los aullidos de los canes que flanquean, sin detenerlas, a las caravanas. Hasta hace poco, insistimos, la dimensión moral y artística del progreso podía, sí, ponerse en tela de juicio, puesto que en ese terreno los ciclos de esplendor y decadencia, de puritanismo e inmoralidad, parecen sucederse alternativamente, sin presentar una continuidad progresiva. En cambio, la índole acumulativa y progresiva del lado científico y técnico parecía indiscutible. Sin embargo, justo en el momento de su máximo progreso ocurre que esta cultura científica, aparentemente todopoderosa continua siendo manejada por un ser humano moralmente frágil, sujeto a regresiones y anomalías afectivas que lo pueden poner en el trance de hacer un uso irracional de la fuerza aniquiladora que su «neocortex» es capaz de desatar. Ahora bien, si esto ocurre, se provocaría el colapso de toda la civilización y, con él, la regresión inexorable de los supervivientes a niveles mentales tan rudimentarios como los de los primitivos.
José Luis Pinillos, La Mente Humana (1969), pág. 42.

Descubierto por casualidad en un antiguo ejemplar de la mítica colección RTVE, comprado hace poco en un local de libro antiguo. En el se explica, entre otras cosas, cómo el ser humano se encuentra en una encrucijada en la que su mente instintiva o animal, evoluciona a un ritmo distinto de su parte racional. Esta última, le hace capaz de las más increíbles proezas excepto la más primordial de ellas: controlar o dominar a su parte irracional.

Publicado posteriormente en el blog Información & Realidad el 20 de junio de 2014

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«Retrópolis, el futuro que nunca fue» (más claro, agua)
Foto: Arti-Facto
La ciencia-ficción actual está viviendo una peculiar época dorada caracterizada por numerosos estrenos cinematográficos. Sin embargo, además de que la gran mayoría de ellos son versiones adaptadas de otros estrenos anteriores o provenientes de otros medios de difusión —cómic o literatura—, un aspecto que se puede considerar característico de casi toda la producción de ciencia-ficción actual es que se basa en futuros apocalípticos —Soy Leyenda (2007), Elysium (2013), Oblivion (2013), etc.—. Circunstancia que se arrastra desde finales del siglo pasado —aproximadamente desde la década de los años setenta— con títulos como El Planeta de los Simios (1968), Mad Max (1979) o Blade Runner (1982).

Por el contrario, en la década anterior a la mencionada —la de la carrera espacial en la que dos superpotencias competían por alcanzar nuestro satélite— el Siglo XXI era imaginado como época de grandes y majestuosas ciudades, surcada por magníficos vehículos voladores. El hambre o la guerra no eran problemas, y el Ser Humano podría en breve atravesar la galaxia buscando nuevas fronteras del conocimiento. Sin entrar en los detalles de por qué la sociedad comenzó a fabricar una visión del futuro tan distinta, la cuestión es que de una manera u otra, así es como finalmente ha venido sucediendo en las últimas décadas.
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Spiderman con las desaparecidas Torres Gemelas reflejadas en sus lentes
Spiderman y las desaparecidas «Torres Gemelas» reflejadas en sus lentes.

En los catorce años que transcurrieron desde 1968 hasta 1982, el mundo cinematográfico vivió tres revoluciones consecutivas. La primera fue 2001: Una odisea del espacio (Kubrick, 1968), cuya frescura e innovación continúan intactas en nuestros días, al contrario que otras producciones cuyo paso del tiempo les ha tratado francamente mal. Esta película tiene el extraño honor de ser de las primeras de ciencia-ficción que entendió poca gente, en una época en la que este género era tomado por regla general muy poco en serio, por lo simples y estereotipadas situaciones que relataban.
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