La 'Estrella de la Muerte' en un fotograma de la película 'Rogue One'
La 'Estrella de la Muerte' en un fotograma de la película 'Rogue One'
Si hay algo que puede hacer la ciencia-ficción es el situar al público en lugares en los que de ninguna otra manera podrían estar. Alguien podrá argumentar que toda obra de ficción usa escenarios cuya «similitud con la realidad es pura coincidencia». Es cierto, pero en estos casos el alejamiento de la realidad consiste en presentar lugares y personajes anónimos para que el espectador no pueda asociarlos con nada ni nadie en concreto. O lo que es lo mismo, que puedan representar situaciones aplicables a cualquier momento o lugar en la vida de cualquiera. En la ciencia-ficción por el contrario, el espectador es impelido a reinventar el mundo a su alrededor siguiendo las pautas que el autor le va dejando en la obra. Por este motivo las obras de ciencia-ficción puede decirse que tienen un «plus», ya que además de la trama en sí, se ha de crear un vínculo entre autor y lector/espectador en el que ambos son cómplices de las desviaciones respecto a lo real.

El sentido de la maravilla puede ser explotado al máximo en este género al alimentar nuestra mente con justamente aquello que puede producirle ese efecto y que con menor probabilidad puede encontrarse en el mundo «clásico» o real. La ciencia-ficción como herramienta para imaginar dimensiones colosales, que rompan nuestra imagen mental sobre las escalas espaciales a las que estamos acostumbrados. Una manera de condicionar nuestra mente para retos excepcionales, sin estar limitados a escenarios constreñidos por la realidad cotidiana.

La ciencia-ficción es prácticamente por definición, un género cuya finalidad principal consiste en romper estereotipos, dogmas, prejuicios y limites auto-impuestos. Un género que no tiene miedo al error y que se adentra sin tapujos en lo desconocido, en lo inalcanzable, en lo desmesurado, en aquello tan poco probable que parece imposible de imaginar, hasta que se hace en forma de obra de ciencia-ficción. Antes de ver la Estrella de la Muerte de George Lucas en el año de su estreno, con esos abismales pasillos, patios e interminables conductos, pocos habíamos podido tan siquiera soñar con una visión tan nítida de una construcción de esas características. Pascual Enguidanos con su Saga de los Aznar (1953~1978) nos dio los auto-planetas, estructuras artificiales del tamaño de planetoides. Pero puede que sea esta una de las escasas ocasiones en las que el medio audiovisual mejora al literario o incuso al del cómic, marcado por un surrealismo que le hace perder veracidad comparado con el relativamente mayor realismo inherente del lenguaje cinematográfico, el cuál dota a las enormes estructuras que se pueden ver en la gran pantalla desde aquel año, de una magnificencia inconmensurable que sobrecoge al espectador, destrozando las escalas geométricas que hasta entonces tenía establecidas.

Pero el mundo del papel no tiene las limitaciones presupuestarias que tiene el cine, por lo que su atrevimiento todavía puede ser mayor. Autores como Olaf Stapledon en Hacedor de Estrellas (1937), imagina a civilizaciones capaces de mover sistemas solares enteros de una galaxia a otra, o cubrir las estrellas para aprovechar su energía al completo. Larry Niven en Mundo Anillo (1970) recrea un mundo formado sobre su misma órbita alrededor de su estrella, mostrándonos un paisaje abrumador cuyo horizonte invertido se vuelca sobre sus observadores, un mundo en cuya mitología lo plano pasa a tener forma de arco. También Arthur C. Clarke en Cita con Rama (1973) nos presenta una construcción modesta en comparación pero lo suficientemente enorme para desbordar lo que se entendía como hábitat natural únicamente como una superficie planetaria, llevándolo con osadía a los lejanos confines del espacio.

Estos nuevos hábitats del espacio imaginados en la ciencia-ficción —y que inspiraron a científicos como Dyson o Gerad K O'Neil— crean un continuo entre las grandes construcciones espaciales y nuestros propios hábitats naturales: los planetas, sea la propia Tierra o algún otro hipotético que permita albergar vida humana. Pero si existe un proyecto auténticamente atrevido y gigantesco, no es otro que transformar toda la faz de un planeta y su atmósfera para adecuarlo a nuestras condiciones. Esto es lo que Kim Stanley Robinson nos detalla con gran profusión en su Trilogía de Marte, la creación en él de una biosfera que permita una vida similar a la que disfrutamos en la Tierra. Un proyecto megalómano cuyos plazos implican una absoluta confianza y seguridad en el poderío de la especie humana, alargándose durante décadas y traspasando las fronteras de los siglos.

La necesaria implicación del lector en imaginar el escenario inverosímil en el que el autor le impele a estar, ocasiona que tenga que dejar a un lado momentáneamente el mundo en apariencia plano pero que un buen día se descubrió que en realidad era una gran esfera. La conmoción que aquel descubrimiento sin duda significó en las maneras de pensar de los habitantes del planeta sobre su mundo hogar, se recrea de nuevo al tener que abarcar en la mente las nuevas situaciones propuestas en las obras de este género. La ciencia-ficción nos permite acercarnos a lo que entonces significó conocer que nuestro hogar no era como se creía. Nos permite vislumbrar lo que puede significar un viaje a lo desconocido y el descubrimiento de nuevos mundos.

Artículo publicado en el especial Proyectos Faraónicos de El Sitio de ciencia-ficción
Artículo publicado posteriormente en Planetas Prohibidos
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