Del Big Bang al Colapso

En la primera parte de este ensayo, se propuso un modelo teórico para entender la ciencia-ficción no como una línea temporal, sino como un sistema complejo cuyos elementos constituyentes se influyen mutuamente en todo momento. Para ello, se usó un símil orbital definido por el «problema de tres cuerpos» donde el Autor, la Obra y el Público interactúan bajo la influencia de sus propias masas y gravedades. Vimos también cómo el género actúa como un «campo de Higgs» cultural, otorgando peso a las ideas y permitiendo que estas influyan en la realidad.

Pero la física teórica solo nos lleva hasta cierto punto. Para validar un modelo, debemos observar el universo observable. A continuación, analizaremos cómo este sistema ha ejecutado su danza orbital a lo largo de la historia a través de cuatro momentos estelares, para finalmente preguntarnos si, en la actualidad, nuestro sistema se dirige hacia una estabilidad duradera o hacia un peligroso colapso.

Cuatro momentos del sistema en acción

1. El Big Bang: la singularidad de Frankenstein

Si bien existen precursores, ninguno supuso un «evento cósmico» de la magnitud necesaria para encender el sistema. En 1818, una autora de apenas veinte años, Mary Shelley, lanzó al universo una obra de una masa conceptual sin precedentes. Frankenstein no fue solo una novela; fue una singularidad. Shelley (el Autor), condensando la soberbia de la ciencia de su tiempo y el peso de la responsabilidad del creador, generó una Obra cuya gravedad ha demostrado ser casi infinita.

Su idea central —la tragedia de la vida creada artificialmente— se convirtió en un tema fundacional que ha atraído hacia su órbita a incontables obras posteriores. El propio Isaac Asimov, una masa gravitatoria por derecho propio, reconoció esta influencia al acuñar el «complejo de Frankenstein» para describir el miedo irracional de la humanidad a sus creaciones robóticas. Frankenstein es el ejemplo perfecto de cómo un Autor, a través de una Obra, establece las condiciones iniciales del espacio-tiempo literario del género.

2. El impulso de la inercia: Verne y la Revolución Industrial 

A veces, la masa del Público y su contexto histórico es tan inmensa que el Autor no puede escapar de ella, sino que debe utilizar su fuerza para impulsarse. En física, esto se asemeja a utilizar la gravedad de un planeta masivo para ganar velocidad sin esfuerzo propio. Esto ocurrió durante la Revolución Industrial.

En el siglo XIX, la fe ciega del Público en el progreso y la máquina de vapor generó un campo de atracción ineludible. Julio Verne, en lugar de luchar contra esta fuerza o intentar desviarse, aprovechó el impulso. Sus Viajes Extraordinarios no desafiaban la física conocida ni las expectativas sociales; se alineaban perfectamente con la inercia de su época para llegar más lejos. Verne orbitó en resonancia con el optimismo industrial, proyectando esas fuerzas hacia el futuro. Esto demuestra que, cuando la gravedad de la realidad social es máxima, las Obras más exitosas son aquellas que logran sincronizar su trayectoria con la dirección en la que ya viaja la sociedad.

3. Estabilidad frente a ruptura: La Edad de Oro y la New Wave

Todo sistema tiende a estabilizarse hasta volverse rígido. A mediados del siglo XX, autores como Isaac Asimov, Robert Heinlein o Arthur C. Clarke acumularon tal cantidad de masa que fijaron las órbitas del género durante décadas. Asimov no fue un rebelde, sino el gran legislador: con Fundación o sus leyes de la robótica, estableció una ciencia-ficción lógica, cerebral y ordenada. Creó un «pozo gravitatorio» cómodo y seguro donde el género logró florecer tanto comercial como culturalmente.

Sin embargo, ninguna órbita es eterna. En los años 60, un grupo de autores (la New Wave) sintió que esa estabilidad «asimoviana» se había convertido en una cárcel. Para huir de ella, forzaron una maniobra brusca, una ruptura de la órbita. Autores como Ursula K. Le Guin, Theodore Sturgeon o Harlan Ellison no querían viajar a las estrellas de Asimov, sino caer hacia el espacio interior de la condición humana. Aplicaron la energía necesaria para escapar de la gravedad de la «Edad de Oro», introduciendo el caos, la sexualidad y la duda. Demostraron que, para avanzar, a veces es necesario romper las leyes físicas que los gigantes anteriores habían escrito.

4. Cuando la Obra se convierte en Sol: el efecto Dune

En ocasiones, una Obra es tan masiva que su lanzamiento reconfigura todo el sistema. En 1965, Frank Herbert publicó Dune. La novela era un gigante gravitatorio: una mezcla de ecología, política, religión y misticismo de una densidad inaudita. Dune no encajaba en ninguna órbita existente; creó la suya propia.

Su éxito fue tan colosal que se convirtió en un sol, generando su propio sistema planetario de secuelas, imitadores y un subgénero entero de space opera compleja. Alteró permanentemente las expectativas del Público, demostrando que existía un mercado masivo para una ciencia-ficción adulta, literaria y filosóficamente ambiciosa.

Conclusión: ¿hacia el colapso?

El modelo de los tres cuerpos nos permite ver la historia del género como un sistema vivo y dinámico, cuya belleza ha residido siempre en su imprevisibilidad. Sin embargo, como cualquier sistema físico, este equilibrio no está garantizado para siempre. Hoy podríamos estar asistiendo a una peligrosa fase de desequilibrio: un colapso provocado por una inversión de las fuerzas fundamentales.

Observamos un aumento desproporcionado en la masa del Público —entendido ahora bajo su faceta de Mercado global—. Este «gran atractor» ejerce hoy una fuerza casi irresistible, exigiendo Obras de consumo inmediato, estéticamente deslumbrantes y sometidas a una dictadura de la literalidad que anula cualquier misterio. Frente a esta gravedad inmensa, notamos una alarmante debilidad en los Autores, que parecen tener dificultades para escapar de esa órbita comercial y proponer rutas nuevas. En su lugar asistimos a una lluvia de meteoritos en forma de secuelas, remakes y franquicias.

Esta inversión de valores coincide con lo que David Mamet ha definido recientemente como The Disenlightenment (La Des-ilustración): un estado cultural donde los mitos ya no sirven para elevarnos, sino para domesticarnos. Si la masa del Autor no logra generar la suficiente energía para romper esta atracción fatal, nos enfrentamos a dos consecuencias inevitables. Por un lado, el fin del pensamiento científico, donde la capacidad de asombro es sustituida por el miedo al futuro; y por otro, la mutación de la ciencia-ficción: un estado donde la exploración de lo desconocido ha sido sustituida por la esclavitud de lo familiar.

El problema de los tres cuerpos es fascinante mientras los tres cuerpos están en movimiento. Si uno de ellos absorbe a los otros dos, la danza termina y el sistema colapsa en una repetitiva singularidad estática de clichés.



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Los tres cuerpos de la ciencia-ficción: un modelo explicativo de su influencia cultural

Hay un famoso problema en física cuyo desafío matemático ha dado nombre y servido de trama a una obra de ciencia-ficción reciente muy conocida: el problema de los tres cuerpos. En él, se describe cómo tres masas gravitatorias se mueven bajo su mutua atracción. Su belleza reside en su complejidad: a diferencia del problema de dos cuerpos, no tiene una solución general predecible. Sus interacciones son un sistema dinámico, a menudo caótico, y siempre fascinante. 

La ciencia-ficción configura un universo similar. En él interactúan las Obras, el Público —ese gran cuerpo de miedos, deseos y anhelos— y los Autores, que no son elementos externos, sino que surgen de esa misma masa social, condensando sus ideas originales y alternativas en una visión única. En este artículo se propondrá un modelo orbital para explicar cómo estos tres elementos se influyen mutuamente, condicionando tendencias y proyectando al futuro tanto los anhelos como los temores de la sociedad. Un equilibrio complejo que, pese al caos, manifiesta una belleza armónica singular.

Supóngase que, siguiendo el modelo descrito, estos tres cuerpos celestes que definen el universo cultural —Autor, la Obra y el Público— poseen cada uno su propia masa  —su influencia, sus ideas, sus expectativas— y ejercen una «fuerza gravitatoria» ineludible sobre los demás. Entender la ciencia-ficción no es solo catalogar sus temas, sino analizar la «danza gravitacional» de este trío, un equilibrio inestable que ha dado forma a todo, desde sus orígenes hasta su presente.

La arquitectura del sistema: definiendo los Tres Cuerpos

Para entender con algo más de detalle cómo funciona este sistema, primero debemos definir sus componentes y como influyen al resto, es decir, la naturaleza de su «gravedad».

  1. El Público (el gran atractor): este es el cuerpo central del sistema, el de mayor masa. Su «poder de atracción» son las normas culturales de una época, las expectativas del mercado, los gustos dominantes, la demanda de lo familiar y sus capacidades lectoras. Ejerce una atracción poderosa, tendiendo a mantener las obras y los autores en órbitas seguras y comercialmente viables. Su fuerza explica por qué ciertos temas o estilos dominan una era y por qué las desviaciones a menudo son castigadas con la indiferencia.

  2. El Autor (la masa visionaria): emergiendo de entre el público, el autor es un cuerpo activo que ha adquirido su propia masa, compuesta por su talento, su visión del mundo, sus ideas y su capacidad para la innovación. Un autor con una gran «masa» —un genio visionario como Mary Shelley o un constructor de mundos como Frank Herbert— puede ejercer una fuerza gravitatoria propia, capaz de desviar las órbitas establecidas, crear nuevas trayectorias e incluso perturbar el movimiento del propio Público, alterando sus expectativas para siempre.

  3. La Obra (el cuerpo orbital): la obra, una vez lanzada por el autor, adquiere su propia masa e inercia. No es un objeto pasivo. Su impacto cultural, su éxito —o fracaso—, su legado, le otorgan una fuerza gravitatoria. Una obra de una masa inmensa, como Frankenstein o Fundación, deja de ser un simple satélite en la órbita de su autor o su público: su influencia provoca la aparición de nuevos autores que adquieren «su propia masa» al cristalizar nuevos conceptos. Igualmente, influye al resto alterando las «órbitas» del sistema, redefiniendo lo que el público espera del género.

La energía que fluye entre estos tres cuerpos, la fuerza fundamental del sistema, sería lo que en este blog se le llamó la concesión científica. El crítico Darko Suvin lo definió con mayor precisión como extrañamiento cognitivo: la presentación de un mundo reconocible pero fundamentalmente alterado por una innovación, forzando al lector a un esfuerzo intelectual para comprenderlo y, por contraste, entender mejor su propia realidad. La ciencia-ficción se constituye así como un género cultural capaz de dar sentido a las propias masas de los cuerpos. Es el «campo de Higgs» de las interacciones culturales.


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Una nave espacial de la cifi clásica sucumbe a la estética lúgubre de la moderna

Año 1970. Un niño de poco más de cuatro años curiosea entre los estantes familiares y descubre un ejemplar de 2001: una odisea espacial, de la colección RTVE. Probablemente sus padres lo conservaban sin un propósito claro, como quien guarda un objeto valioso pero sin saber donde ubicarlo. Sin embargo, para aquel niño se convirtió en una puerta hacia un mundo nuevo y fascinante. La célebre obra de Clarke y Kubrick desplegaba, sobre papel satinado, las icónicas imágenes de la película. Ilustraciones capaces de transportarlo a un universo «indistinguible del real», donde la gesta de Armstrong y su primer paso sobre la Luna no era un final, sino apenas el comienzo de una aventura tan vívida y tangible como el volumen que sostenía entre sus manos.

Aunque jamás había escuchado la expresión sentido de la maravilla, comprendió su significado desde ese instante. No como un concepto aprendido, sino como una emoción atávica, surgida desde lo más hondo de su ser. Un eco ancestral que nos enlaza con nuestros antepasados más remotos, aquellos que vivieron en un tiempo donde el descubrimiento era lo cotidiano y la incertidumbre, el sendero que conducía hacia él. Aquella obra de ciencia-ficción había conectado con una fibra exploradora de nuestra humanidad que, paradójicamente, el progreso social parecía adormecer.

Desde la Edad de Oro hasta la Nueva Ola, la ciencia-ficción se ha esforzado por devolvernos esa emoción casi extinguida. No bastaba con inventar mundos fantásticos o imaginarios, por extraordinarios que fueran: había que establecer un vínculo entre ambos universos a través de una experiencia que solo este género puede ofrecer. El extrañamiento que definió Darko Suvin: la sensación de atravesar un umbral invisible hacía otro universo ficticio, pero definido con tal rigor que se siente igualmente verídico. Se trata de una emoción tan atávica y consustancial a nuestra naturaleza más profunda, que las palabras resultan insuficientes para describirla. Pero todo aquel que ha traspasado ese umbral, como aquel niño de nuestra historia, la reconoce al instante.

Así surgieron escenarios que eran tan importantes como el mensaje; en ocasiones, incluso, eran el propio mensaje. Como ocurría en la terraformación marciana de Kim Stanley Robinson, el ecosistema de Dune de Frank Herbert o en la psicohistoria de Isaac Asimov en Fundación. Fruto de este esfuerzo creativo, aquellas décadas dieron forma a muchos de los tropos del género que aún nos acompañan y que han servido como modelos descriptivos del mundo que vino después. Aquélla ciencia ficción respiraba método y plausibilidad, pero también audacia y ambición, sin más limite que la habilidad de sus creadores.

Igualmente, en el apartado visual, la versión cinematográfica de la obra de Arthur C. Clarke dirigida por Stanley Kubrick, sirvió de plantilla para visualizar, construir y fijar en la mente de los espectadores, una nave espacial surcando majestuosa y lentamente el espacio, al igual que una bailarina lo hace sobre el escenario. Un canon estético nacido del rigor que se convirtió en un clásico, y como tal, replicado constantemente desde Star Wars hasta Interstellar, aunque a menudo desprovisto de la filosofía que lo originó.

Entonces llegó 1984, año inevitablemente asociado a Orwell. Para entender su relevancia conviene recordar lo que los maestros de la distopía clásica habían establecido. Inspirado por Zamiatin, el autor británico nos legó una de las distopías más angustiosas y terriblemente verosímiles jamás imaginadas, de un modo que se sentía desde dentro, calando hasta las raíces más profundas de nuestra psique. Buscando describir el presente del nazismo de Hitler y el comunismo de Stalin, su lenguaje y método fueron tan precisos que la obra ha terminado convirtiéndose en un presagio inquietante de nuestro presente. Por su parte, Huxley trazó en Un mundo feliz un orden sostenido por la producción en cadena, el estímulo constante y el consumo como dogma; anticipando lo que él mismo sintetizaría después como esas «fuerzas impersonales» que terminarían moldeando la sociedad, que ya latían con fuerza en su ficción.

Ese mismo año, William Gibson publicó Neuromante y como dando forma a una maldición profética, se cristalizó un giro profundo en la literatura del género: las tecnologías más avanzadas ya no servían para descubrir nuevos mundos ni abrir horizontes, sino para encadenar el cuerpo y la mente a redes corporativas y a inteligencias artificiales. El reto ya no estaba «ahí fuera», sino desaparecido tras la bruma de un presente degradado iluminado tan solo por el neón publicitario. Donde el sueño de la humanidad se sustituía por alucinaciones proporcionadas por una red mundial de datos.

Pero el giro más significativo de todos fue el de la inversión de prioridades entre mensaje y escenario. En la ciencia-ficción clásica, la coherencia del mundo imaginado no era una simple excentricidad, sino el terreno del que brotaban las historias, como consecuencia natural de un ecosistema pensado hasta sus detalles primordiales. En el ciberpunk, en cambio, el escenario se moldeaba al servicio de la atmósfera y del discurso, sin necesidad de precisar su fundamento. Gibson, como admitiría después, no requirió conocer a fondo la tecnología con la que describía su matriz: le bastó con una intuición estética y una mirada afilada al presente. 

Si Gibson fijó el esqueleto conceptual de ese nuevo género, Ridely Scott, un director de anuncios publicitarios ajeno a la ciencia-ficción, le daría pocos años antes su rostro: un imaginario visual que, cuál virus informático, se replicaría durante décadas. Sus obras, ampliamente conocidas, sentaron —al igual que 2001: una odisea espacial— un estándar que aún nos acompaña. Pero, a diferencia de la obra de Kubrick que proyectaba la humanidad hacia el cosmos, Scott nos hundía en nuestra propia miseria: naves espaciales con poder y tecnología de dioses, tripuladas por equipos disfuncionales, convertidos en mera excusa para amplificar los problemas del presente. 

La tecnología que antaño nos liberaba ahora se presentaba como la herramienta con la que el ser humano se encadenaba a sí mismo. El rigor de antaño brillaba por su ausencia, sustituido por una crítica que, por certera que fuese, no impulsaba cambio alguno: quedaba reducida a una pose de inconformismo aparente, inoperante y resignada en la práctica. Lo absurdo del planteamiento se convertía en el nuevo estándar, como un Dorian Gray contemplando su propio retrato decrépito. Su ubicuidad llegaba a ser tal que dejaba de causar extrañeza. Ya no había umbrales que traspasar hacia otros mundos, sino abismos que devolvían un eco cacofónico. La creatividad se orientaba, no a explorar lo desconocido, sino a perfilar un mensaje y envolverlo en una estética acorde a los nuevos tiempos. 

Las consecuencias de este mensaje vacío e incoherente comienzan a notarse: las nuevas generaciones —«nativos del posmodernismo»— parecen haber perdido definitivamente aquel instinto que nutría el sentido de la maravilla. El mensaje ha de ser explícito, visual y políticamente correcto. De lo contrario, una obra como El juego de Ender se reduce a «una defensa del imperialismo cuyo protagonista, un chico blanco de buena familia, mata a los alienígenas», sin poder reconocer aquel umbral que, al traspasar, otorga verdadero sentido a los acontecimientos relatados.

Los sesgos de antaño, en los que los autores de hace más de medio siglo incurrían inadvertidamente, se convierten hoy en pecados imperdonables bajo los tribunales sociales de la modernidad. Y, sin embargo, esos mismos jueces son incapaces de identificar los propios. Se critica con dureza y se «cancela» a obras y autores que no encajan en el dogma vigente, sin advertir los prejuicios que nublan la mirada, como una lluvia radiactiva cayendo sobre una ciudad abarrotada y oscura.

Ursula K. Le Guin decía que la ciencia ficción no predice, sino que describe. Siempre ha sido así: incluso sin proponérselo, mostraba los anhelos de futuro con los que cada sociedad soñaba. Las tecnologías imaginadas no eran simples extrapolaciones, sino experimentos mentales que, al proyectar su impacto futuro, ayudaban a comprender el presente. Sin embargo, bajo el filtro actual, ese mensaje se interpreta al revés. La incapacidad para apreciar los detalles del escenario y los mensajes implícitos provoca que solo se atienda a la literalidad, que debe encajar en un molde rígido y clonado.

Orwell advertía: «En un mundo de mentiras, decir la verdad es el acto más revolucionario». Hoy, en un mundo que ha perdido la capacidad de soñar, atreverse a imaginar un futuro prometedor es, paradójicamente, el acto más subversivo de todos.

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El villano de ciencia-ficción al estilo del pulp

Tan importante como el héroe es su antagonista, el villano que define el reto que ha de superar. Estos arquetipos tan viejos como la humanidad, han protagonizado múltiples historias que reflejaban nuestras inquietudes y temores más profundos. Tanto héroe como villano, son personajes movidos por sus deseos y motivaciones, que a pesar de diferir en su recorrido, están inevitablemente destinados a enfrentarse. 

Aunque en las fábulas se usan animales humanizados, estos conceptos mitológicos, inexistentes en la naturaleza, son un producto cultural resultado de nuestra singular condición. La ciencia-ficción ha relatado el surgir de esta dualidad en 2001: Una odisea del espacio, cuando un homínido usó un hueso como herramienta para enfrentarse al villano, el grupo rival, y garantizar la supervivencia de su clan. Desde entonces, estos arquetipos se han ido adaptando a las nuevas condiciones. 

Más allá del clásico dualismo entre el bien y el mal, el héroe y el villano encarnan un destino individual dentro del contexto del grupo que los define culturalmente. Reflejan la tensión entre el individuo y el colectivo: el héroe o heroína que, acompañado o no, ha de cargar sobre sus hombros la responsabilidad de derrotar a una amenaza común a ambos. A pesar de las diferencias culturales, la estructura del héroe y el villano es una constante en la narrativa humana, como demostró Campbell en El Héroe de las Mil Caras (1949) 

Con la aparición de la ciencia y el desarrollo tecnológico, la ciencia-ficción ha recogido parte de ese legado mitológico, usando sus propios símbolos para representar los nuevos desafíos del ser humano. Existen varios ejemplos emblemáticos en la ciencia-ficción que hacen buen uso de estos conceptos, pero si hay un ámbito plenamente actual que solo este género puede manejar con eficacia, es el de la Inteligencia Artificial. 

Frankenstein revisitado 

El complejo de Frankenstein fue sugerido por Isaac Asimov para simbolizar el miedo atávico del ser humano a la aparición de una inteligencia similar o superior a la humana, incontrolable e indescifrable, producto de su capacidad de crear a través de la ciencia y la tecnología. Este concepto como villano se personificó en el conocido monstruo de la obra de Mary Shelley, sin embargo, la ciencia-ficción junto al desarrollo de la Inteligencia Artificial (IA), enriqueció todavía más esta conceptualización al liberarlo de un contenedor antropomórfico, adoptando formas como la del supercomputador HAL9000. Con la aparición de las redes descentralizadas, los villanos de la IA dan otro paso evolutivo al no requerir tan siquiera de un contenedor físico, pasando a convertirse en programas que podían autorreplicarse y distribuirse, como SkyNet o Matrix.  

El villano outsider 

Matrix ofrece una visión compleja del villano, reflejando tanto la amenaza tecnológica de su mundo ficticio como la anulación del individuo en una sociedad virtual, lo que invita al espectador a criticar su propia realidad. La Matrix se acerca más a un villano colectivo; aunque personajes como el Arquitecto y la Oráculo tienen individualidades, están sujetos a las leyes del sistema. Sin embargo, el Agente Smith, al igual que Neo en su versión virtual como Anderson, se rebela contra el colectivo al que pertenece, operando bajo sus propias reglas. Smith se convierte en un villano ultra individualista motivado por su propio beneficio, incluso a costa de destruir su entorno. 

El T-800 de la saga Terminator enfrenta una situación similar: la red SkyNet controla dispositivos autónomos como los Terminators. Sin embargo, el personaje de Schwarzenegger evoluciona al tomar decisiones propias, pasando de ser un formidable villano a un héroe. Esta transformación de una IA no es única en la cultura popular; HAL9000 también se redimió en 2010: Odisea dos. Esta conversión fascinante ha sido explorada en otras obras. 

Los oscuros caminos 

Aunque Luke Skywalker personifica el viaje clásico del héroe, los villanos de la saga presentan singularidades notables. El Imperio funciona como un villano colectivo, mientras que el verdadero antagonista, Palpatine, satisface su sed de poder a través de Darth Vader. Sin embargo, Vader no es solo un peón; en su momento, simbolizó el equilibrio entre el bien y el mal. Finalmente, se rebela contra su destino, desafía a su amo y logra su propia redención como héroe.   

Las villanas  

Es notable la falta de villanas en la ciencia ficción reciente, más allá de la tía Lydia Clements de El cuento de la criada o Number Six de Battlestar Galactica. Comparadas con figuras míticas como la Medusa o incluso la Bruja de Blancanieves, no resultan tan amenazadoras. Esto contrasta con la aparición de heroínas consagradas como la teniente Ripley, Leia Organa o Katniss Everdeen. Ahora bien, si nos salimos de nuestra especie nos encontramos a la Reina Alien de la saga del xenomorfo o a la Reina Borg de Star Trek, dos temibles villanas de ciencia-ficción. 

El antivillano 

Así como el villano refleja al héroe, al antihéroe le puede corresponder su antivillano. El antihéroe no es un rebelde por ideales elevados, sino un perdedor con problemas de adaptación. Aunque cuenta con habilidades especiales, no disfruta de sus logros ni recibe reconocimiento. Puede concebirse el antivillano como otro inadaptado que actúa por venganza o un distorsionado sentido de justicia, sin aspiraciones materiales ni deseos de dominar el mundo, sino verlo sumido en la destrucción o el caos. Ejemplos de antivillanos podrían ser el Joker, lo que situaría a Batman como un intrigante antihéroe. El Castigador (The Punisher) de Marvel, también es interesante, ya que combina rasgos de antihéroe y antivillano según se enfrente a Kingpin o a Daredevil

El elegido 

Si se tuviera que destacar un villano de la ciencia-ficción por sus características singulares, ese sería tal vez El Mulo, de la saga de La Fundación. Por un lado, porque es un antivillano: es un inadaptado que no busca claramente una dominación a través de un nuevo orden sino satisfacer sus traumas a través del caos. Por otro, porque sus rivales no se pueden considerar héroes clásicos sino tal vez, antihéroes. 

Conclusión 

La ciencia ficción permite reinterpretar antiguas cuestiones de la humanidad bajo cánones actuales, creando nuevas mitologías, héroes y villanos. Desde invasiones extraterrestres y aberraciones genéticas, hasta una inteligencia artificial que nos suplante, los villanos de la ciencia ficción son más que simples antagonistas; son espejos que reflejan nuestros miedos, nuestras aspiraciones y nuestras dudas más profundas. 

Esta entrada fue publicada originalmente en el especial 28º aniversario de 'El Sitio de ciencia-ficción'

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