(Francis Scott Fitgerald)
Nacido a mediados del siglo pasado en el mundo del cómic, el género de los superhéroes está viviendo una época de esplendor gracias a su adaptación a la gran pantalla. Sin entrar detalles sobre cómo, cuando y qué obras han sido más influyentes, a tenor de los proyectos que hay previstos ―no solo de las conocidas Marvel o DC, sino de otras como Valiant― parece que todavía queda género para un tiempo. Sin embargo, no es menos cierto que comienzan a surgir reacciones a este fenómeno cultural, en forma de críticas a la excesiva idealización e irrealismo de sus personajes.
En sus inicios, los superhéroes eran personajes únicos, creados tras una serie de circunstancias igualmente singulares. Simbolizaban la necesidad de buscar nuestro héroe interior, sobre todo en épocas de crisis. A medida la idea fue teniendo éxito y se le observaba potencial, crearon otros personajes con orígenes igualmente específicos y especiales que los definían de manera ineludible, que en principio no ocupaban el mismo universo ―Batman y Superman, por ejemplo, cada uno en una ciudad ficticia distinta―. Estos héroes y heroínas decidían dedicar sus poderes a combatir el crimen de manera altruista. Esta circunstancia podríamos acordar que en cualquier caso, se calificaría como poco probable. Pero lo importante es que lo improbable no es imposible. Esa excepcionalidad es lo que hacía a la idea tan atractiva. Hacer un relato de lo excepcional no es poco realista, es de hecho lo que se hace en muchas ocasiones, no sólo en el ámbito de la ciencia-ficción. Porque es precisamente lo que vale la pena contar.
Es aquí cuando al igual que en todo lo relacionado con la producción cultural sujeta a factores y variables económicas, el concepto original comenzó a desvirtuarse y a ser modificado por otros parámetros ajenos. Los personajes, inicialmente cada uno con una historia que definía con precisión sus motivaciones, comenzaron a compartir un mismo mundo. Lo excepcional pasó a convertirse en ubicuo, perdiendo su principal característica. El genero a su vez, de ser un medio para evadir la rutina, enfrentarse al hastío cotidiano y buscar nuestra épica personal, a convertirse en un fin en si mismo, un producto comercial que no se preocupaba de su justificación. El resultado no era siempre malo, pero olvidarse de tus orígenes nunca ha sido bueno tampoco. A consecuencia de ello o no, los superhéroes en el cómic fueron languideciendo paulatinamente con el paso del tiempo.
La idea revivida gracias a la magia del cine se enfrenta de nuevo a la misma situación de entonces: superhéroes por doquier divididos en buenos y malos, olvidando la circunstancia única que crea al héroe y que el villano puede ser cualquiera con un poder otorgado azarosamente. El mejor ejemplo de reacción a esta situación se muestra en la serie The Boys (E.Goldberg, S.Rogen, E.Kripke, 2019), que resume lo que el Miracleman de Alan Moore o la reciente película El Hijo (David Yarovesky, 2019) transmitían: un ser humano de a pie, como cualquiera de nosotros, con nuestros complejos, traumas y vicios, se dedicaría a satisfacerlos si poseyera todos esos poderes. The Boys acierta en su crítica al mostrarnos un mundo corrupto con superhéroes cargados de defectos, al servicio de los mejores pagadores, sean privados o públicos. Sin embargo, el fallo de la serie se encuentra precisamente en lo que de momento, omite: los verdaderos héroes son aquellos que se forjan a través de sus propias tragedias.
Artículo publicado anteriormente en el blog Planetas Prohibidos y posteriormente en El Sitio de ciencia-ficción
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