Una nave espacial de la cifi clásica sucumbe a la estética lúgubre de la moderna

Año 1970. Un niño de poco más de cuatro años curiosea entre los estantes familiares y descubre un ejemplar de 2001: una odisea espacial, de la colección RTVE. Probablemente sus padres lo conservaban sin un propósito claro, como quien guarda un objeto valioso pero sin saber donde ubicarlo. Sin embargo, para aquel niño se convirtió en una puerta hacia un mundo nuevo y fascinante. La célebre obra de Clarke y Kubrick desplegaba, sobre papel satinado, las icónicas imágenes de la película. Ilustraciones capaces de transportarlo a un universo «indistinguible del real», donde la gesta de Armstrong y su primer paso sobre la Luna no era un final, sino apenas el comienzo de una aventura tan vívida y tangible como el volumen que sostenía entre sus manos.

Aunque jamás había escuchado la expresión sentido de la maravilla, comprendió su significado desde ese instante. No como un concepto aprendido, sino como una emoción atávica, surgida desde lo más hondo de su ser. Un eco ancestral que nos enlaza con nuestros antepasados más remotos, aquellos que vivieron en un tiempo donde el descubrimiento era lo cotidiano y la incertidumbre, el sendero que conducía hacia él. Aquella obra de ciencia-ficción había conectado con una fibra exploradora de nuestra humanidad que, paradójicamente, el progreso social parecía adormecer.

Desde la Edad de Oro hasta la Nueva Ola, la ciencia-ficción se ha esforzado por devolvernos esa emoción casi extinguida. No bastaba con inventar mundos fantásticos o imaginarios, por extraordinarios que fueran: había que establecer un vínculo entre ambos universos a través de una experiencia que solo este género puede ofrecer. El extrañamiento que definió Darko Suvin: la sensación de atravesar un umbral invisible hacía otro universo ficticio, pero definido con tal rigor que se siente igualmente verídico. Se trata de una emoción tan atávica y consustancial a nuestra naturaleza más profunda, que las palabras resultan insuficientes para describirla. Pero todo aquel que ha traspasado ese umbral, como aquel niño de nuestra historia, la reconoce al instante.

Así surgieron escenarios que eran tan importantes como el mensaje; en ocasiones, incluso, eran el propio mensaje. Como ocurría en la terraformación marciana de Kim Stanley Robinson, el ecosistema de Dune de Frank Herbert o en la psicohistoria de Isaac Asimov en Fundación. Fruto de este esfuerzo creativo, aquellas décadas dieron forma a muchos de los tropos del género que aún nos acompañan y que han servido como modelos descriptivos del mundo que vino después. Aquélla ciencia ficción respiraba método y plausibilidad, pero también audacia y ambición, sin más limite que la habilidad de sus creadores.

Igualmente, en el apartado visual, la versión cinematográfica de la obra de Arthur C. Clarke dirigida por Stanley Kubrick, sirvió de plantilla para visualizar, construir y fijar en la mente de los espectadores, una nave espacial surcando majestuosa y lentamente el espacio, al igual que una bailarina lo hace sobre el escenario. Un canon estético nacido del rigor que se convirtió en un clásico, y como tal, replicado constantemente desde Star Wars hasta Interstellar, aunque a menudo desprovisto de la filosofía que lo originó..

Entonces llegó 1984, año inevitablemente asociado a Orwell. Para entender su relevancia conviene recordar lo que los maestros de la distopía clásica habían establecido. Inspirado por Zamiatin, el autor británico nos legó una de las distopías más angustiosas y terriblemente verosímiles jamás imaginadas, de un modo que se sentía desde dentro, calando hasta las raíces más profundas de nuestra psique. Buscando describir el presente del nazismo de Hitler y el comunismo de Stalin, su lenguaje y método fueron tan precisos que la obra ha terminado convirtiéndose en un presagio inquietante de nuestro presente. Por su parte, Huxley trazó en Un mundo feliz un orden sostenido por la producción en cadena, el estímulo constante y el consumo como dogma; anticipando lo que él mismo sintetizaría después como esas «fuerzas impersonales» que terminarían moldeando la sociedad, que ya latían con fuerza en su ficción.

Ese mismo año, William Gibson publicó Neuromante y como dando forma a una maldición profética, se cristalizó un giro profundo en la literatura del género: las tecnologías más avanzadas ya no servían para descubrir nuevos mundos ni abrir horizontes, sino para encadenar el cuerpo y la mente a redes corporativas y a inteligencias artificiales. El reto ya no estaba «ahí fuera», sino desaparecido tras la bruma de un presente degradado iluminado tan solo por el neón publicitario. Donde el sueño de la humanidad se sustituía por alucinaciones proporcionadas por una red mundial de datos.

Pero el giro más significativo de todos fue el de la inversión de prioridades entre mensaje y escenario. En la ciencia-ficción clásica, la coherencia del mundo imaginado no era una simple excentricidad, sino el terreno del que brotaban las historias, como consecuencia natural de un ecosistema pensado hasta sus detalles primordiales. En el ciberpunk, en cambio, el escenario se moldeaba al servicio de la atmósfera y del discurso, sin necesidad de precisar su fundamento. Gibson, como admitiría después, no requirió conocer a fondo la tecnología con la que describía su matriz: le bastó con una intuición estética y una mirada afilada al presente. 

Si Gibson fijó el esqueleto conceptual de ese nuevo género, Ridely Scott, un director de anuncios publicitarios ajeno a la ciencia-ficción, le daría pocos años antes su rostro: un imaginario visual que, cuál virus informático, se replicaría durante décadas. Sus obras, ampliamente conocidas, sentaron —al igual que 2001: una odisea espacial— un estándar que aún nos acompaña. Pero, a diferencia de la obra de Kubrick que proyectaba la humanidad hacia el cosmos, Scott nos hundía en nuestra propia miseria: naves espaciales con poder y tecnología de dioses, tripuladas por equipos disfuncionales, convertidos en mera excusa para amplificar los problemas del presente. 

La tecnología que antaño nos liberaba ahora se presentaba como la herramienta con la que el ser humano se encadenaba a sí mismo. El rigor de antaño brillaba por su ausencia, sustituido por una crítica que, por certera que fuese, no impulsaba cambio alguno: quedaba reducida a una pose de inconformismo aparente, pero inoperante y resignada en la práctica. Lo absurdo del planteamiento se convertía en el nuevo estándar, como un Dorian Gray contemplando su propio retrato decrépito. Su ubicuidad llegaba a ser tal que dejaba de causar extrañeza. Ya no había umbrales que traspasar hacia otros mundos, sino abismos que devolvían un eco cacofónico. La creatividad se orientaba, no a explorar lo desconocido, sino a perfilar un mensaje y envolverlo en una estética acorde a los nuevos tiempos. 

Las consecuencias de este mensaje vacío e incoherente comienzan a notarse: las nuevas generaciones —«nativos del posmodernismo»— parecen haber perdido definitivamente aquel instinto que nutría el sentido de la maravilla. El mensaje ha de ser explícito, visual y políticamente correcto. De lo contrario, una obra como El juego de Ender se reduce a «una defensa del imperialismo cuyo protagonista, blanco, de buena familia, mata a los alienígenas», incapaces de reconocer aquel umbral que, al traspasar, otorga verdadero sentido a los acontecimientos relatados.

Los sesgos de antaño, en los que los autores de hace más de medio siglo incurrían inadvertidamente, se convierten hoy en pecados imperdonables bajo los tribunales sociales de la modernidad. Y, sin embargo, esos mismos jueces son incapaces de identificar los propios. Se critica con dureza y se «cancela» a obras y autores que no encajan en el dogma vigente, sin advertir los prejuicios que nublan la mirada, como una lluvia radiactiva cayendo sobre una ciudad abarrotada y oscura.

Ursula K. Le Guin decía que la ciencia ficción no predice, sino que describe. Siempre ha sido así: incluso sin proponérselo, mostraba los anhelos de futuro con los que cada sociedad soñaba. Las tecnologías imaginadas no eran simples extrapolaciones, sino experimentos mentales que, al proyectar su impacto futuro, ayudaban a comprender el presente. Sin embargo, bajo el filtro actual, ese mensaje se interpreta al revés. La incapacidad para apreciar los detalles del escenario y los mensajes implícitos provoca que solo se atienda a la literalidad, que debe encajar en un molde rígido y clonado.

Orwell advertía: «En un mundo de mentiras, decir la verdad es el acto más revolucionario». Hoy, en un mundo que ha perdido la capacidad de soñar, atreverse a imaginar un futuro prometedor es, paradójicamente, el acto más subversivo de todos.

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Lino (Al final de la Eternidad)
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