Imagen de un Shiva indú durmiente

Cuando el ser humano fue consciente de la brevedad de su existencia, comenzó a imaginar sobre lo que vendría después. De aquellos míticos y ancestrales relatos, tal vez el más gráfico sea el de imaginar la existencia en el más allá como un sueño eterno, uno en el que nuestra consciencia pura, sin cuerpo, navega por otro universo simbólico donde las reglas físicas no existen o son distintas. 

Nota: en este artículo se van a citar tanto obras de ciencia-ficción relacionadas siguiendo el esquema «(autor, año)» como estudios reales de científicos sobre los temas tratados citando simplemente su nombre, salvo que se indique otra cosa de manera específica.

Durante el sueño nuestra consciencia se desconecta y deja de sentir como antes el entorno a nuestro alrededor. Cuando le llega a la mente el momento de despertar, el cuerpo que todavía sigue ahí, vuelve a formar un todo con ella enviándole de nuevo estímulos del exterior. Imaginar la imposibilidad de volver del sueño debido a que nuestro organismo físico ya no existe debido a su muerte, parece ser una manera aceptable de postular con el paso hacia la «otra vida». Pero no es necesario llegar a tan fatídica situación ¿Qué pasa si desconectamos nuestra consciencia de todo estimulo externo? A esta situación se le llama privación sensorial y sus efectos sobre nosotros fueron objeto de estudio en la década de los 50 —la de las conspiraciones, ovnis y guerra fría—. En líneas generales, se comprobó que someternos a esta prueba nos lleva a un estado de consciencia alterada que de manera dosificada puede resultar psicológicamente beneficioso, pero su abuso llega a producir graves patologías hasta el punto de resultar literalmente una auténtica tortura. El estudio de la relación entre nuestro cuerpo y la consciencia ha llevado a idear el llamado «tanque de aislamiento sensorial» para poder realizar este tipo de pruebas. Un artefacto similar era el que permitía a la agente Olivia Dunham (Anna Torv) en la serie de televisión Fringe (J. J. Abrams, Alex Kurtzman, Roberto Orci, 2008~2013), precisamente, viajar entre universos paralelos.

Olivia Dunham (Anna Torv) en un tanque de aislamiento en la serie 'Fringe'

Se podría postular que nuestro organismo o sistema mente-cuerpo, relaciona estar vivo y en contacto con nuestro entorno, con recibir un estímulo de él, algo por otra parte que parece absolutamente lógico. La carencia de estimulo sensorial solo podría producirse si nuestro organismo pasa a funcionar de otro modo, algo que neurológicamente se observa en sujetos mientras están dormidos, en meditación o concentrados profundamente —estos estados de nuestra mente han sido comprobados y etiquetados como «ondas», en función de la actividad neurológica de nuestro cerebro—. En líneas generales, nuestra mente no puede parar de funcionar. Para que descanse, ha de pasar a un estado de sueño en el que las funciones motoras no responden a la actividad de nuestra mente que pasa a un estado de actividad frenética del cuál apenas somos conscientes. Igualmente, en ese estado de sueño, las señales externas que llegan a nuestro cuerpo se tratan de manera no prioritaria. Si se altera ese equilibrio, es decir, si en otro estado que no sea el de sueño ―aka despiertos― se deja de recibir estimulo externo, nuestra mente, que no puede parar su actividad, comienza a rellenar las lagunas con alucinaciones y paranoias creadas por ella misma. Probablemente por este motivo, en la oscuridad y en el silencio de la noche, los antiguos creían observar o «sentir» la presencia de demonios y fantasmas, que no eran otros que los propios de su interior.

Consciencia y cuerpo

El problema de la relación mente-cuerpo es uno de los retos que mantienen en jaque todavía a la ciencia. De alguna manera, representa el punto de contacto entre lo físico y lo metafísico, entre el conocimiento antiguo y el moderno, para el que no existe actualmente una solución satisfactoria. El asunto adquiere tintes algo espeluznantes cuando investigadores registran casos que parecen evidenciar que la muerte física de nuestro cuerpo no implica una detención de la consciencia de manera inmediata, sino un proceso hacía otro estado de existencia. En Ubik (Philip K. Dick, 1969), la humanidad logra mantener de manera indefinida a aquellos cuyo cuerpo ya no puede continuar en condiciones aptas para la vida, en un estado llamado en la obra de semivida, que en efecto, parece simbolizar ese estado intermedio entre esta y la muerte, de manera que sus protagonistas navegan entre la realidad y lo onírico, sin apenas ser conscientes de ello. Así mismo, otra obra significativa del género que trata específicamente —aunque no evidente— el tema de la relación mente-cuerpo es Matrix (Wachowsky, 1999). En ella, se postula con una entidad artificial que suplanta o se interpone entre estos dos conceptos, definiendo las vivencias de los protagonistas y la historia en la que se desenvuelven.

La forma de la consciencia

Parece que existe la tendencia a pensar ―no solo en el ámbito popular― que la consciencia es algo así como un «programa de ordenador biológico» equivalente de alguna manera al de los computadores de tecnología humana. Sin embargo, no hay ninguna evidencia de que esto sea así y actualmente, no se conoce cuál es la naturaleza del proceso que permite que la materia logre alcanzar la consciencia. Por lo visto hasta ahora, en ella intervienen no solo agentes internos de nuestra mente, sino también del resto del cuerpo e incluso, podríamos imaginar que el propio entorno podría tener un papel significativo en su actividad. En este sentido han surgido algunas investigaciones más allá de la conocida teoría de la mente de Roger Penrose —apoyada en el trabajo del anestesista Stuart Hameroff— que intentan acercarse al problema desde otras perspectivas. La más pintoresca ya de algunas décadas, es la del psiquiatra Carl Gustav Jung, que contó con la ayuda de nada más y nada menos que el físico y premio nobel Wolfgang Pauli. En el trabajo de estos dos investigadores, que no dejaba de ser un ejercicio informal de especulación, se postulaba que la consciencia y el universo al completo formarían un todo conectado, de manera similar a como ocurre en la mecánica cuántica, donde las probabilidades son universales y las distancias no importan ―en algún punto en la obra de Orson Scott Card se habla que todas las consciencias están conectadas entre si usando el mismo principio de comunicación del ansible, la ficticia tecnología usada inicialmente por Ursula K. Leguin―. En este sentido, otros estudios sugieren que la consciencia podría ser una propiedad intrínseca de la materia aunque a distintos niveles, de manera que solo cuando se logra cierta complejidad en la capacidad de procesar información, surge un nivel de consciencia significativo. Se llega al caso de que otros estudios proponen que la consciencia no es el producto de la actividad cerebral, sino al contrario: es la consciencia la que crea la actividad neuronal. En definitiva, de lo único que se posee certeza es de la ignorancia sobre su funcionamiento.

¿Por qué no postular con alguno nuevo? Bien, otra posibilidad es que la consciencia no sea exactamente un proceso, sino más bien el resultado inevitable de una topología. Es decir, lo importante no sería qué clase de acciones son las que la hacen aparecer, sino qué nivel de complejidad de una estructura es la que permite que surja como resultado de la acción individual, inicialmente descoordinada, de sus elementos individuales conectados e interdependientes. Este postulado presentaría nuestra consciencia como un fenómeno caótico e impredecible, pero sin dejar de estar dirigido por leyes físicas ―de la misma manera que algunos fenómenos atmosféricos como los tornados, que parecen adquirir «vida» propia―. La complejidad de la estructura establecería los niveles cognitivos que podrían alcanzarse de manera que la consciencia sería una propiedad inevitable de toda red de elementos individuales interconectados lo suficientemente compleja. En la Saga de Ender aparece un importante personaje llamado Jane, un sofisticado programa de inteligencia artificial que opera en la red de ansible que comunica todos los planetas del espacio humano. Jane adquiere consciencia de manera imprevista, emergiendo una especie de fantasma en la maquina. El «alma», se podría decir, de la enormemente compleja red de nodos de comunicación.

Fuera del cuerpo

Uno de los postulados más inquietantes y al mismo tiempo esperanzadores para algunos, es la posibilidad de traspasar nuestra consciencia, nuestra mente y nuestros recuerdos a otro soporte que no sea el cuerpo biológico que nos acompaña durante nuestra existencia. Normalmente, el destino a donde se propone descargar nuestra mente es un soporte de tipo informático lo suficientemente complejo. Sin embargo, no es del todo evidente qué tipo de soporte va a poder albergar la complejísima red de neuronas y mucho menos, emular su actividad de manera que sepamos que el resultado sea satisfactorio. En todo caso, en la literatura de ciencia-ficción se ha dado por supuesta esta posibilidad desde hace ya un tiempo. De esta manera, Frederik Pohl en Los Anales de los Heechee (1987) presenta un mundo en el que los seres humanos pueden transferir sus conciencias a un mundo virtual donde vivir electrónicamente. Se podría incluir también la obra Ciudad Permutación (Greg Egan, 1994) en la que, suponiendo que haya entendido algún porcentaje significativo de su argumento, la acción se desarrolla en un entorno virtual que alberga consciencias humanas. En la época reciente se ha vuelto más habitual este postulado, llegando hasta Caprica (Ronalr D. Moore, et. al., 2010) donde de nuevo en un entorno virtual, un nuevo algoritmo que emula el alma humana al que se le proporciona toda la información posible de una persona, resulta en una consciencia virtual. Estas almas electrónicas acaban, como podemos imaginar, en lo que serían los cylones ―en este caso se supedita la aparición de una consciencia funcional a la necesidad de contar con una tecnología que lo haga posible, que en la serie se simboliza con un nuevo tipo de procesadores metacognitivos—. A partir de aquí ya comienzan a darse múltiples combinaciones en las que tanto las inteligencias artificiales que emulan humanos como las propias consciencias de estos, son procesos informáticos que se desenvuelven en un entorno virtual. Aunque puede que haya alguna diferencia más.

El libre albedrío

Sea lo que sea, suponiendo su existencia es junto a la intuición, lo que parece que nos distingue de cualquier otra imitación nuestra artificial. Estos ingredientes, los cuales permanecen todavía fuera del alcance de lo que la ciencia puede explicar, son los que suelen marcar el eje argumental sobre el que algunas historias de ciencia-ficción se desarrollan. Por concretar en lo relacionado con la emulación de seres humanos en un entorno electrónico, como ejemplo puede escogerse la serie Black Mirror (Charlie Brooker, 2011-2019) en la que hay varios episodios que exploran estas diferentes posibilidades:

  • Be Right Back (Owen Harris, 2013): a partir de la información disponible de un individuo, incluyendo sus perfiles en redes sociales, se crea un perfil virtual informático que emula a dicha persona ―parecido a lo que pasa en Caprica―. Sin embargo, a la imitación de un ser humano obtenida le falta algo. Esta tan solo se limita a hacer lo que públicamente se conoce de él, careciendo de voluntad propia y resultando predecible.

  • White Christmas (Carl Tibbetts, 2014): consciencias humanas descargadas a un entorno virtual conviven sin saberlo en ocasiones con consciencias humanas conectadas a través de una interfaz ―concepto que guarda cierta similitud con Matrix―. En otros momentos, las consciencias descargadas interactúan con otros humanos del «mundo exterior», los cuales se presentan a modo de un dios que puede hacer con ellos y con su entorno, lo que deseen.

  • San Junipero (Owen Harris, 2016): de manera similar a lo visto, las conciencias se transfieren a un entorno virtual que se ejecuta en unas granjas de servidores y almacenamiento adecuados y suficientes. De esta manera, antes de fallecer puedes continuar tu vida en este entorno. De nuevo, la posibilidad de visitar temporalmente dicho entorno sin transferir de manera definitiva la consciencia es posible, sin embargo, en esta ocasión las políticas de la empresa que lo gestiona no permiten a familiares visitar a sus difuntos. Sí que está permitido, sin embargo, que personas muy enfermas o prácticamente desahuciadas, puedan realizar visitas temporales antes de tomar una decisión sobre su futuro ―La reciente serie Upload (Greg Daniels, 2020) explora un concepto similar en tono de comedia―.

  • Black Museum (Colm MacCarthy, 2017): no todo son paraísos, en este capítulo se explora de nuevo la parte más oscura y retorcida de tener una consciencia en un entorno que depende de entidades externas al mismo y cuyos intereses pueden ser más que discutibles.

  • USS Callister (Toby Haynes, 2017): particular combinación de entorno virtual y consciencias surgidas en clones virtuales generados a partir de muestras de ADN de sus contrapartidas del mundo real. El protagonista de la historia pretendía conectarse él mismo junto a otros participantes secundarios ―algo así como los llamados NPC de los juegos― cuya intención inicial es que sirvieran al propósito de satisfacer sus paranoias y problemas de autoestima, pero al parecer, las muestras genéticas llevaban consigo partes de los humanos a las que pertenecían, que no estaban previstas.

En estos casos la idea de «vivir» en un entorno virtual electrónico que depende de otros factores externos es usado para poner en el foco de debate determinados temas sociales, filosóficos, políticos y en general, humanos. En definitiva, son escenarios ficticios construidos para poder contar de manera más eficiente ciertas historias cuya complejidad filosófica les hace más apropiados. Pero en pocas ocasiones se pone en duda qué clase de tecnología podría verdaderamente contener una consciencia funcional con todas sus características. 

Los sistemas informáticos habituales no son mucho más que un conjunto de unos y ceros. La única diferencia entre diferentes computadores es la cantidad de ellos que pueden manejar en total y por unidad de tiempo. Es decir, difieren en la dimensión de su memoria y velocidad de procesamiento, pero son cualitativamente equivalentes. Se les podría clasificar como sistemas lineales, que por resumir, son sistemas predecibles, cuyo comportamiento oscila dentro de rangos calculables. Pretender que un órgano como el cerebro sea en primer lugar, el único necesario para contener una consciencia y, en segundo lugar, susceptible de contenerse en un equipo que solo puede representar estados binarios, es un punto de suspensión de incredulidad que requiere de un gran salto. Las neuronas tienen un funcionamiento mucho más sofisticado más allá de adoptar un par de valores discretos. Si a esto se le añade que poseen un funcionamiento en equipo, capaces de autocoordinarse de manera dinámica en función de su estado anterior y de sutiles estímulos externos, se podría decir que forman un sistema no lineal, caótico e impredecible, pero igualmente sujeto a leyes físicas. Si se define el libre albedrío como la capacidad de tomar decisiones o caminos que no pueden ser predichos por ninguna fórmula o algoritmo, un sistema caótico como el postulado sería compatible con este concepto y con la posibilidad de que cualquier objeto o estructura inanimada como un robot lo suficientemente complejo, pudieran ser conscientes. 

Tal vez se está manejando el asunto desde una perspectiva incorrecta. Isaac Asimov pensaba que para emular el cerebro humano no era necesario comprender cómo funciona, sino precisamente, construir un dispositivo que albergara potencialmente la misma capacidad. En definitiva, si se logra emular átomo por átomo un órgano, si se logra emular su complejidad, se hace inevitable suponer que debería emerger algún tipo de consciencia. Hoy por hoy no existe una tecnología capaz de lograr tal propósito, pero si alguna parece prometer algo parecido, esa es la computación cuántica. Este nuevo paradigma de computación sigue preceptos similares a los convencionales en cuanto a los algoritmos que puede ejecutar ―basados en matemáticas puras― pero las unidades de información que maneja no toman patrones binarios como lo hacen sus homólogos. Sin entrar en detalles, un ordenador cuántico puede evaluar diferentes posibilidades simultáneamente, podría incluso evaluar un problema al completo en lugar de manera secuencial como los sistemas actuales.

La mariposa cuántica

En la serie de televisión Devs (Alex Garland, 2020) se escenifica el advenimiento de una singularidad tecnológica al postular con un enorme computador cuántico cuya capacidad de procesamiento es inconmensurable. Este casi omnipotente computador, puede emular la realidad misma, átomo a átomo, de manera que puede ver el pasado, corregir el presente ―reviviendo fallecidos recreados virtualmente― e incluso, predecir el futuro. De alguna manera, recupera el universo mecanicista de la época newtoniana por el cuál todo estado actual estaría condicionado por otro anterior y viceversa, formando una cadena de estados dependientes y predecibles si se posee la suficiente capacidad de cálculo, donde el tiempo es igual tanto en un sentido como en otro. Lo sorprendente es que fuera de la ficción, en el mundo real, este universo mecánico parece que retorna en cierta manera, por la misma causa por la que se descartó hace décadas. 

La llamada flecha del tiempo es un concepto que surge de la entropía y de la impredecibilidad implícita de los procesos físicos a nivel molecular. Según este paradigma, algunos sucesos no pueden volver hacia atrás y repetirse de nuevo, debido a la aleatoriedad de la naturaleza. Claro que si se cae un vaso al suelo este va a acabar roto, pero sus cristales no quedaran repartidos igual. Esta manera caótica de funcionar de la naturaleza es lo que Henrí Poincaré descubrió intentando resolver el famoso problema de los tres cuerpos. Poco después, Edward Lorentz descubrió también de manera casi accidental el que fue llamado efecto mariposa, por el cual un imperceptible cambio en las condiciones iniciales modifica de manera drástica e impredecible el resultado. La sorpresa ―para mí al menos― ha venido no solo por la vuelta en cierto modo del universo ordenado y predestinado, sino por provenir de un ámbito que por su naturaleza poco predecible y probabilista uno no se esperaría: la mecánica cuántica. Según varios estudios, a diferencia del mundo macroscópico, en el mundo subatómico el tiempo fluye exactamente igual en un sentido que en otro, es decir, no hay asimetría temporal ni flecha del tiempo. Otro estudio reciente confirma lo anterior refutando en este caso el «efecto mariposa», ya que en el mundo cuántico esto no ocurre. El momento en que esto cambia al volver al mundo de los objetos grandes ―compuestos de múltiples partículas que interactúan entre sí― no está claro, pero tal y como muestran acertadamente en la serie,  en el mundo subatómico las piezas de la mecánica cuántica repetirán una y otra vez los mismos movimientos siempre y cuando «movamos la manecilla» lo suficiente, es decir, que sólo sabremos lo que ocurre si recorremos todo el camino hasta llegar al punto en cuestión. Como un fractal, cuya exótica forma únicamente se revela cuando ha sido desarrollado, paso a paso.

La desobediencia de la materia

Según el mito bíblico, Eva ofreció a Adán la fruta del árbol prohibido. Este árbol, según algunas interpretaciones, era el árbol del conocimiento. Dejando aparte cualquier otra cuestión, lo que esto nos dice principalmente es que este problema filosófico sobre la responsabilidad de nuestros actos, lleva con nosotros mucho tiempo. ¿Somos dueños de nuestro destino, o este está ya establecido por la rígidas leyes de la física? ¿Somos algo más que meras piezas de un gigantesco mecano universal? Tal vez, de alguna manera, tras millones de años de cambios, este conjunto de átomos que constituye nuestro cuerpo y mente se haya organizado de tal manera que pueda librarse de la tiranía de la determinación y la predictibilidad. Puede que la consciencia consista precisamente en eso: cuando la materia decide por si misma, no seguir la reglas que le estaban asignadas.

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Un Klingon usando un replicador de Star Trek

La información es hoy un bien tan tangible y valioso hoy como lo fueron el oro, el carbón o el petróleo en otros momentos de la Historia. La humanidad ha pasado de lo tangible a lo etéreo y abstracto, sin que nos hayamos dado cuenta. Puede que todo comenzase con el vapor con el que funcionaban las máquinas de la Revolución Industrial, alimentadas por el entonces preciado mineral negro y que dio paso al desarrollo de la termodinámica y la entropía. Este fundamental concepto de la física se aplicaba en sus inicios a los gases, pero posteriormente han surgido teorías que relacionan la información con la materia a través de él. Poco a poco, esta nueva manera de ver el mundo abría un sin fin de posibilidades, algunas de las cuales ya estaban presentes en la ciencia-ficción y otras no han tardado en hacerse un hueco en el género.

Más allá de la materia

Si es posible definir completamente un objeto incluyendo todas las partículas que lo forman y su posición en el espacio, se puede postular con la posibilidad de convertir cualquier objeto físico en un patrón de información equivalente que puede ser contenido en diversos soportes o transmitido a distancia como cualquier otra información. Igualmente, con la tecnología adecuada podría ser factible restituir dicha información a su estado físico original. Este concepto ya ha sido usado en algunas obras de ciencia-ficción, donde tal vez pueda ilustrarse mejor.

Replicador

De manera similar a la impresión 3D de hoy en día, partiendo del adecuado patrón de información almacenado en un soporte informático junto con la posible —aunque extraordinariamente costosa— capacidad de convertir la energía en su equivalente en materia, no habría motivo que impidiese lograr tal hazaña. Aunque la saga Star Trek es la principal obra que ha hecho uso del concepto, en las tiras diarias del Flash Gordon de Dan Barry representan un dispositivo al que denominan cornucopiak, el cual puede convertir tanto en un sentido como en otro, la energía en cualquier tipo de objeto. En cualquiera de los casos, no satisfechos por completo con ello, se propusieron continuar a lo grande.

Entornos «reales»


Otra de las aportaciones de Next Generation al universo de Star Trek fue la holocubierta. En ella se hace uso de lo que se podría lograr si se dispusiera de semejante control sobre la energía y la materia. Supongamos la siguiente situación: estamos jugando a nuestro juego preferido de acción en primera persona donde nos vemos en un entorno simulado en tres dimensiones. La experiencia será más vívida si se hace a través de unas gafas de realidad virtual, haciendo parecer a nuestros sentidos que estamos inmersos físicamente en dicho entorno. El siguiente nivel continuando los pasos que nos han llevado hasta aquí, sería recrear de manera física ese entorno a nuestro alrededor convirtiéndolo en materia sólida. Continuando todavía más con el razonamiento, dicho entorno podría ser dinámico, esto es, que reaccionase evolucionando a nuestro alrededor, bien como consecuencia de nuestras acciones o porque se trata de una emulación en tiempo real de por ejemplo, viento o lluvia. En el caso de Star Trek —franquicia famosa por su tecnojerga— dan la explicación de que no se trata de «autentica» materia, sino holomateria, que vendría a ser algo así como fotones contenidos en campos magnéticos con la particularidad de que podrían llegar a tener la consistencia, color e incluso olor, de la materia tal cual la conocemos. En cualquier caso —materia u holomateria— todo apunta a que los requerimientos energéticos, de almacenamiento y de velocidad de procesamiento, tendrían que ser absolutamente colosales.

Asistentes

Robert Picardo como 'El Doctor'

Una vez asumido que la información puede convertirse en materia y se dispone de la suficiente energía y capacidad de procesamiento para crear todo lo expuesto, nada nos impide imaginar la posibilidad de hacer lo propio con un cuerpo humano, es decir, uno tangible, físico y en movimiento. Si a esta posibilidad se le añade una inteligencia artificial que modele su comportamiento, el resultado es que se podría materializar cualquier asistente, ayudante o personaje del que se tuviera la necesaria información sobre él. Como ejemplos destaca El Doctor del spin-off Star Trek: Voyager, un asistente médico que puede configurar su consistencia física para volverse o no, tangible. Este recurso o concepto ha sido utilizado en otras obras de manera similar como Nightflyers (George R.R. Martin, 2018), Another Life (Aaron Martin, 2019) o la más reciente de Star Trek: Picard (Patrick Stewart, Alex Kurtzman —2020—) donde hacen uso del canon visto de la saga.

El teletransporte

Uno de los iconos tecnológicos más reconocibles y de los que poco se puede añadir, es el conocido «teletransporte» de Star Trek. Aunque es sin lugar a dudas la obra que más lo ha popularizado, lo cierto es que el concepto genérico de transmitir materia de una manera similar a como se hace con el sonido sobre ondas de radio fue imaginado con anterioridad en varias obras de ciencia-ficción. Una de ellas es la creada por Pascual Enguídanos en La Saga de los Aznar (1953), donde se hace uso del karendon, un dispositivo ficticio que puede realizar lo comentado, llevado por el autor a unas posibilidades apenas limitadas por su gran imaginación y por las fronteras que caracterizan a una buena obra de ciencia-ficción. Así mismo, en las tiras de cómic de Flash Gordon de Dan Barry (1951) hacían uso de un «transmisor de materia», que como su nombre evidencia venía a ser lo mismo.

El Sr. Chekov (Walter Koenig) recogiendo muestras de sangre klingon en Star Trek: Aquel país desconocido

Muchas son las posibilidades que uno se puede imaginar si se pudiera mover la energía y la materia de un punto a otro materializando lo que hiciera falta. Un ejemplo más que se puede añadir se encuentra de nuevo en Star TrekAquel país desconocido (Nicholas Meyer, 1991), con un sencillo pero potente e ingenioso recolector de muestras. El dispositivo enfoca un punto y teletransporta una pequeña cantidad de la materia existente allí para guardarla y ser analizada.

La cuestión es que si bien este recurso en su momento no fuera tal vez más que la típica solución imaginativa para resolver una complicación en la trama —o una carencia de presupuesto—, el potencial que albergaba junto con el paso del tiempo, han acabado dando como fruto todo un universo de posibilidades. Postulados que son hoy ficticios, pero muestran que en definitiva, si la humanidad lograra semejante control sobre la energía tendría bajo su mano un poder asombroso. Falta que la aprenda a manejar adecuadamente sin destruirse a sí misma. 

La cabina del suicidio

Sala de teletransporte de Star Trek

Hasta ahora se ha hablado de conceptos como la materia, la información o la energía, cuya dimensión es mensurable, localizada y restringida a ubicaciones conocidas. Pero existe un lugar que todavía se resiste hoy en día a ser tratado de esa manera: la consciencia. ¿Qué ocurriría con ella si es un ser humano el que se somete al teletransporte? Por la ciencia-ficción en la que me había educado en los lejanos años setenta las desintegraciones las catalogaba con la etiqueta de «malo». Por eso, recuerdo con cierto pánico cuando los tripulantes de la Enterprise en la Star Trek original, se colocaban en la plataforma y se desintegraban poco a poco con la intención de teletransportarse a otro lugar. Aunque parecían no sufrir ningún dolor en absoluto, me resultaba retorcido observar cómo se entregaban a una descomposición molécula a molécula de sus cuerpos mientras sus rostros no mostraban la más mínima preocupación. Aquella absoluta confianza en la ciencia y la tecnología mostrada en la serie, dominadas y al servicio de la humanidad, hizo estallar algo en mi cabeza de lo que no me he recuperado aún. Pero la cuestión clave aquí es si descomponer y volver a componer molécula a molécula nuestro cuerpo tiene efecto alguno sobre nuestra consciencia, sobre lo que nos define nuestro ser. Es decir, lo que durante cientos de años se le ha llamado «alma».

En teoría, aunque no se sabe a «ciencia cierta» dónde reside nuestra consciencia, es bastante razonable suponer —por aquello de la navaja de Occam— que reside o bien en alguna parte de nuestro cuerpo o de manera distribuida en él. En cualquier caso, una copia «exacta» del mismo debería suponer la aparición de nuestra consciencia y sus recuerdos, tal y como estaban en el cuerpo original. Aquí surgen en principio varias importantes cuestiones:

La Paradoja de Teseo

Cuenta la leyenda que Teseo, el héroe griego, tuvo que cambiar todas las piezas de su barco durante una travesía. Los filósofos de la época se preguntaban si era al volver el mismo barco con el que había zarpado. Este es uno de los problemas filosóficos más famosos que se han planteado y todo apunta a lo que unos siglos más tarde dijo Carl Sagan, que el ser humano es algo más que un conjunto de moléculas. Es decir, una vez se construye algo con un significado y una función, es esta la que perdura más allá de sus piezas iniciales. Otra manera de decirlo sería que el conjunto es algo más que la suma de sus partes. En definitiva, lo que nos define como personas no son nuestras moléculas, sino la relación entre ellas, cómo están dispuestas, interactúan y dependen unas de otras. Sin ir más lejos, nuestros cuerpos, al igual que el barco de Teseo, han cambiado todas sus moléculas varias veces durante la travesía de nuestra existencia.

Las almas no se clonan

Otra peliaguda cuestión que surge de la hipótesis de reconstruir «copias» de nuestro ser es, qué es lo que ocurre con el original. Es decir ¿podría existir otra versión de nosotros? Ya sabemos que el cuerpo se puede clonar, pero ¿puede clonarse nuestra consciencia, nuestros recuerdos, nuestro ser? Afortunadamente la ciencia ―sí, la ciencia― viene en nuestra ayuda y nos marca el camino.

La mecánica cuántica tiene algunas sorprendentes características y una de ellas es el llamado entrelazamiento cuántico. Según esta propiedad, dos partículas entrelazadas intercambian información sobre su estado, de manera que el cambio en una de ellas afecta a la partícula asociada. Algo que los creadores de Star Trek no tuvieron en cuenta pero a pesar de ello acertaron, fue una tecnología desarrollada décadas después llamada precisamente, teleportación cuántica. Esta tecnología permite transmitir el estado cuántico entre dos partículas, situadas en sendos puntos alejados entre los cuales se haya establecido un canal de comunicación ―físico, óptico, etc.―. Es decir, se pueden obtener copias de partículas que han sido entrelazadas, con la particularidad que hay una cosa llamada teorema de la no clonación que impide que dichas partículas tengan el mismo estado, de manera que al hacer la copia el de la original se destruye. Así que sin saberlo, los creadores de Star Trek acertaron de lleno.

Moldeando la materia

El teletransporte usado en las obras de ciencia-ficción definido en estas líneas comparte con el igualmente ficticio replicador la fase de reconstrucción del objeto partiendo de la información correspondiente sobre su constitución. La diferencia nada trivial es el vínculo entre el original y el replicado en destino, que como se ha indicado, podría relacionarse con el concepto real usado en física cuántica del entrelazamiento y que implica la destrucción del original e impide la creación de copias de seres conscientes. Sin embargo, en las publicaciones sobre el concepto científico de la teleportación cuántica ―verificado ya actualmente en la práctica― suelen advertir que no se trata de «auténtica» teleportación de materia, sino que únicamente se teletransporta la información sobre su estado. Sin embargo, resulta llamativa esta apreciación ya que aunque originalmente el teletransporte usado en la ficción se definiese como un «transmisor de materia», analizado con algo de detenimiento esto podría ser simplemente una manera rápida de nombrarlo. Es decir, tal y como se ha visto, no es necesario transmitir exactamente los mismos átomos uno por uno, es suficiente con la información que los relaciona y define su estado a nivel subatómico ―quedaría reconstruir en destino la materia a partir de la conversión de la energía requerida―. En realidad, en un transmisor de radio tampoco se transmite el sonido, sino que éste se reconstruye en destino convirtiendo la información modulada de origen ―proceso llamado demodulación― en la señal original.

Interrupción de la consciencia

Por rápido que sea el proceso, parece claro que vamos a ser reconstruidos con nuevo material y en otro lugar. Nuestra consciencia original es hipotéticamente aniquilada y otra emergerá una vez nuestro cuerpo, organismo y cerebro sea restituido usando la información teletransportada. Además de este ejercicio de imaginación, se puede también teorizar sobre cuál será la vivencia del proceso. Sobre este aspecto de nuevo se puede echar mano de interrupciones reales de nuestras consciencias que sufrimos, además, muy a menudo: el sueño. Cuando dormimos, nuestra consciencia sufre una interrupción temporal y pasa a vagar por un mundo onírico. De manera similar, estar inconsciente por un golpe o a causa de la anestesia, son otras maneras de hacer hibernar a nuestra consciencia. Salir del teletransporte sería pues, algo así como despertar de un letargo.

Pero lo más inquietante de todos estos ejercicios mentales es considerar la posibilidad de que nuestra consciencia no esté sujeta a un cuerpo necesariamente. Que pueda desprenderse y reconstruirse en otro «lugar». ¿Cómo se vería afectada nuestra experiencia si dejáramos de pertenecer al cuerpo que habitamos? ¿Podríamos tal vez, desprendernos de nuestro cuerpo y vivir para siempre?


Publicada posteriormente en el blog Planetas Prohibidos y en El sitio de ciencia-ficción
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Mirad hacía delante, corcholis
Foto: fotograma de Star Wars IV
Las personas usamos en nuestro lenguaje habitual frases hechas y expresiones cuyos orígenes puede que desconozcamos y que analizadas literalmente no tienen sentido en muchos de los casos. Este, el verdadero significado de la expresión, se esconde tal vez tras una historia algo más elaborada —«A buenas horas mangas verdes» podría ser un buen ejemplo—. Ocurre también que el nivel de precisión exigido en el lenguaje popular, en nuestro día día, es mucho menor que en otros ámbitos con mayor carga filosófica, técnica o científica. Debido a ello, confundir eficiencia con eficacia o probable con posible, por ejemplo, está a la orden del día —sin ir más lejos, en la Wikipedia redireccionan de «eficacia» a «efectividad», a pesar de que en ella misma señalan que no son lo mismo—.

Hay una frase de Han Solo que cierto sector del público suele escoger cuando desea burlarse de la saga o catalogarla como producto trivial e inconsistente, parámetros y crítica a los que parece que con el paso del tiempo y las recientes entregas, se han encaminado con insistencia a confirmar. Sin embargo, la frase es de la película original, la cual tiene una transcendencia clave en la cultura popular y la producción cinematográfica, en muchos sentidos. La frase en concreto es:
«la nave que corrió la carrera Kessel en menos de 12 parsecs»
Han Solo sobre el Halcón Milenario

Cierto es que un «pársec» no es una unidad utilizada frecuentemente —por no decir nada, salvo para un astrofísico— . En cualquier caso, la persona presta a señalar el error probablemente sí sepa que la mencionada unidad de medida es de distancia, no de tiempo, con lo que el resultado es como decir que «he tardado menos de cuatro kilómetros». Sin embargo, en ciertos contextos esta frase podría tener sentido cuando la distancia es un factor más crítico que el tiempo —una explicación similar es la que se puede encontrar en la Wikipedia— y sobre todo, cuando se trata de surcar el espacio-tiempo de formas no habituales —ficticias, de hecho—  y en las que la distancia entre un punto y otro no tiene por qué ser siempre la misma. En el spin-off de la saga Han Solo (Ron Howard, 2108) muestran el origen de la capacidad del Halcón Milenario para trazar rutas óptimas —más rápidas, o lo que en este caso es lo mismo, más cortas—  gracias a poseer un mapa de la galaxia de gran precisión.

Además, en las recientes películas de la saga se habla con cierta soltura y despreocupación de viajes «a la velocidad de la luz», lo cual es incongruente con lo visto en la propia obra ya que cuando se hacen este tipo de trayectos iniciados con el espectacular efecto de las estrellas convirtiéndose en hilos luminosos —conocido como «salto al hiperespacio»— y aparecen en pocos segundos en cualquier otra parte de la galaxia, la velocidad resultante no tiene nada que ver con la de la luz. Por tanto y por dejarlo claro, independientemente de las «frases hechas» que los guionistas —o los traductores— se tomen la licencia de dejar caer, en Star Wars y en la gran mayoría de obras de este género no viajan ni a la velocidad de la luz ni lo hacen de ninguna de las maneras habituales conocidas en nuestras tres dimensiones clásicas.

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